Apelar a ella es tanto como abrir el camino al totalitarismo
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Escribo en vísperas de la que será una gran demostración social a favor de la vida en Madrid. Me alegra mucho esta reacción, como las manifestaciones que se celebraron en París y también en la capital de España al comienzo de los ochenta. Contribuyeron a parar reformas educativas que habrían traído consecuencias muy negativas para el conjunto de la sociedad. Como las tan frecuentes y recientes en Italia por temas muy variados.
Ese tipo de acción suele responder a motivaciones muy diversas, no necesariamente confesionales. Como no lo fue aquella gran iniciativa popular fallida por la poca gallardía de los dirigentes políticos del momento sobre la naturaleza del matrimonio, tras la locura jurídica que rompió con una tradición de siglos. Ni siquiera en Francia, el país de la laicidad a ultranza, han modificado el Código de Napoleón para encauzar cuestiones planteadas por la desmoronación social.
Está en juego siempre la conciencia personal. Por eso, no es necesario apelar a ella. Fue una de las grandes enseñanzas del Concilio Vaticano II, que deseaba que los fieles aprendieran a distinguir cuidadosamente entre sus derechos y deberes como miembros de la Iglesia y como miembros de la sociedad humana.
Lógicamente, intentan siempre integrarlos armónicamente, sin prescindir nunca de su conciencia cristiana, regla próxima de la moralidad de los actos, como solía decirse en los libros de moral. De modo solemne, la Constitución Gaudium et spes declaraba: La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella.
Se trata de ser hombres de conciencia y de actuar a conciencia, pero pienso hablar lo menos posible de ella. Desde luego más aún después de sopesar esas frases del Concilio, tengo tal respeto a la conciencia de los demás que, si al hablar de cualquier asunto divino o humano, argumentan sólo desde su conciencia, les invito a cambiar de tema, porque nada tengo que decir contra esa convicción, por equivocada o sin fundamento que me parezca.
Pero la conciencia es siempre personal, no colectiva. Cuando en la página Web del Congreso de los Diputados apareció el proyecto de ley orgánica que responde al pomposo título de Salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, me apresuré a descargarlo, para intentar leerlo con calma, y ver qué modificaciones se habían introducido tras el apresurado paso del texto por una de las comisiones del Consejo de Estado: sorprendente razón de urgencia en asunto tan grave para el futuro de los españoles
Antes de nada, quise comprobar qué pasaba con la objeción de conciencia, y tecleé esta última palabra en el buscador. Para mi sorpresa, sólo aparece en una ampulosa frase del preámbulo que reza así (el subrayado es mío): Hace un cuarto de siglo, el legislador, respondiendo al problema social de los abortos clandestinos, que ponían en grave riesgo la vida y la salud de las mujeres y atendiendo a la conciencia social mayoritaria que reconocía la relevancia de los derechos de las mujeres en relación con la maternidad, despenalizó ciertos supuestos de aborto.
No creo en conciencia social alguna, ni existen medios para calibrarla. Apelar a ella es tanto como abrir el camino al totalitarismo. Tal vez haya que acudir de nuevo a Hannah Arendt, para que nos explique las raíces de la banalización del Mal.