La humanidad necesita una nueva antropología, más aún la demográfica
ReligionConfidencial.com
Hace medio siglo se crucificaba a los negacionistas de la explosión demográfica. Recuerdo la lucha de científicos rigurosos como Colin Clark o Alfred Sauvy que difundían sus conclusiones contra viento y marea cuando se celebraban las presionantes conferencias de población de la ONU en México o en Bucarest. Estaban convencidos del valor positivo del ser humano, no ya por razones religiosas, sino desde el análisis de la historia de la economía y del desarrollo de los pueblos.
En aquel contexto se inscribieron las furibundas críticas a la denostada y poco leída encíclica de Pablo VI Humanae Vitae (1968). Desde el punto de vista de la superación de las carencias de los pueblos más desfavorecidos, había insistido un año antes, con gran coherencia, en Populorum Progressio, a la que tanto espacio dedica Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate.
En septiembre de 1962, la ONU había anunciado que la población mundial había llegado a 3.000 millones de habitantes. Las previsiones de futuro se teñían del máximo alarmismo. Pero el crecimiento se fue ralentizando, y hubo que esperar a octubre de 1999 para alcanzar los 6.000 millones de terrícolas, simbolizados en el niño de Sarajevo. Ahora se estima que sólo en 2012 seremos 7.000.
Pero, frente a los propagandistas del control de la natalidad, unos pocos científicos supieron anticipar que el gran problema sería el envejecimiento de la población. No mucho después, la gente observaba con asombro que países tan cultos y desarrollados como Alemania se situaban en el crecimiento cero, es decir, las tasas de fecundidad de las mujeres en edad núbil eran incapaces de asegurar el relevo de las generaciones. A corto plazo, las dificultades se superaban mediante la inmigración. Pero el futuro no podía ser más incierto.
Entretanto, razones ideológicas y económicas se conjuntaron en grandes campañas de control de nacimientos, con frecuencia enmascaradas en derechos humanos de la mujer o en protección de su salud, como en las conferencias de El Cairo y Pekín pocos años antes del fin del siglo XX. China no necesitó excusas para implantar la totalitaria política del hijo único, que ahora muestra consecuencias tremendas que no va a ser nada fácil remontar.
Un problema semejante, aunque no tan grave, se suscita ya en el Tercer Mundo, según informes de organismos internacionales especializados: el envejecimiento alcanza ya a toda la población, también a los países menos desarrollados por la baja conjunta de mortalidad y natalidad, con las consiguientes trabas para sus posibilidades de promoción humana y social.
Ese fenómeno coincide con cierto repunte en países industrializados, en parte debido a la inmigración. Pero los demógrafos han rectificado a fondo sus previsiones: dejan ahora en 9.400 millones de habitantes los 15.000 que estimaban para el 2050. Entonces la tercera parte tendrá más de 65 años: aumenta un 23% más que el conjunto de la población.
Los precursores de los sesenta insistían en que el problema no era económico ni técnico, sino moral. Con otro enfoque y palabras distintas, lo reitera Benedicto XVI en Caritas in veritate: la humanidad necesita una nueva antropología para enfocar con valentía y eficacia sus crisis, más aún la demográfica.