Estamos en un ámbito de libertad en el que nada está legalmente prohibido
Gaceta de los Negocios
Pocos habrán tenido la paciencia de leer el dictamen del Consejo de Estado sobre el proyecto de ley de ampliación del aborto. Personalmente, he conseguido superar tal prueba y aconsejo que lo hagan quienes estén dispuestos a sufrir por el bien de la democracia.
Experimentarán así hasta qué punto puede ser débil una argumentación de fondo, cuando lo que se dilucida es una cuestión de la máxima relevancia ética y política. Tras la fatigosa lectura, el ciudadano se pregunta cómo se puede ventilar un dictamen sobre un tema tan debatido y tan grave sin aportar una sola razón mínimamente seria.
El propio texto lamenta el exceso de apasionamiento y retórica en el proyecto de ley. Ahora bien, junto a la retórica efectista, existe otra de tono frío pero no menos engañosa. Es la que se disfraza con consideraciones irrelevantes de técnica jurídica, que hasta un lego en la materia advierte que no aportan nada. Estamos ante el juego de una hermenéutica sin fin y sin principio, en la que se interpretan unas disposiciones con otras, elegidas arbitrariamente e interpretadas a su vez de manera sesgada.
Así acontece en el dictamen del Consejo de Estado con sus continuas referencias a las declaraciones de derechos europeas e internacionales. Impera el cansino recurso a los países de nuestro entorno, dando por supuestos tópicos que avergüenzan cuando se encuentran en medios de comunicación populares, pero que no deberían ni mencionarse en un texto que se supone del máximo rigor intelectual y ético.
Cuando lo cierto es que los famosos países de nuestro entorno son mucho más estrictos que el nuestro en su legislación acerca del aborto y, sobre todo, en la aplicación de tal normativa. Se ha aducido que una de las motivaciones de la nueva ley es la protección de la seguridad jurídica.
Pero es fácil comprobar que la inseguridad proviene entre nosotros de la laxitud de la Administración Pública en la aplicación de las normas. Lo cual es lo que previsiblemente sucederá con las disposiciones que ahora se han dictaminado, por la fundamental razón de que la extensión del aborto es un objetivo estratégico del propio Gobierno.
Pero el embrollo, la confusión y el vacío conceptual celebran su triunfo en el núcleo mismo del dictamen, a saber, cuando se interpreta defectuosamente la sentencia 53/1985 del Tribunal Constitucional. En ella se establece que la generación da lugar desde el primer momento a un tertium distinto de la madre, que está jurídicamente protegido por las leyes y, en particular, por la Constitución.
Pero, como en algunos supuestos se suspende esta protección, el dictaminador deduce que se pueden suspender siempre. Y así, sin más, resulta salvada una ley de plazos que es claramente inconstitucional. Nos encontramos en un ámbito de libertad en el que nada está legalmente prohibido. ¿Dónde queda entonces la protección del nasciturus? ¿Cómo se puede defender a un determinado bien si no se castiga a quienes lo amenazan?
Resulta lamentable que juristas tan prestigiosos como los que firman este dictamen hayan descendido hasta el nivel conceptual de la ministra Bibiana Aído, al mantener de modo implícito, pero efectivo que el feto es un individuo vivo, pero no un ser humano.
Hasta un columnista tan poco sospechoso de ser tibio con los socialistas como Javier Pradera ha reconocido el descenso actual del discurso jurídico, que él atribuye a cambios en las atribuciones ministeriales. Pero la cosa es más inquietante, ya que se entra en una situación de inseguridad jurídica, cuando los más doctos e íntegros de tan noble profesión se someten al poder, dejando a un lado la finura intelectual y las convicciones morales que venían demostrando desde hace tantos años.
Por decir algo mínimamente positivo, el dictamen del Consejo de Estado se manifiesta favorable a la objeción de conciencia en esta cuestión. Pero habría que reiterar que la libertad de conciencia es algo que los ciudadanos nos tomamos de una vez por todas, sin necesidad de que nos la reconozcan instancias de dudoso prestigio. Y, colectivamente, nos disponemos a la desobediencia civil, exigida cuando está en peligro la democracia.
Alejandro Llano es catedrático de Metafísica