Con su efímero discurrir en el mundo, hizo mucho bien a los que la rodearon
Desde hace unos años unos cuantos, la verdad es difícil encontrarse con un niño que tenga síndrome de Down. Antes no, antes podías cruzártelo por la calle, o verle hacer la compra o trabajar como aprendiz en un taller mecánico.
En mis recuerdos hay dos personas con ese trastorno: Pedrito y Quilo. Los dos llegaron a viejos y los dos fueron queridos y hasta famosos en su ciudad natal. Pedrito estaba todo el día en un club deportivo el Grupo Covadonga haciendo mil recados y encargos. Quilo, que falleció este verano, era el utillero de los equipos del colegio de los jesuitas de Gijón. Si les saludabas por la calle te devolvían el gesto, Pedro con su mirada pícara y Quilo, siempre atareado, con su inolvidable: Tengo muches coses que hacer.
Los dos tuvieron, a su manera, una vida plena y ambos contaron con el apoyo de una familia que les aceptó al nacer y les quiso al crecer. Por eso, cuando esta primavera nació María y supimos que tenía Down, recordé a Quilo y a Pedrito y me alegré de que llegara a un hogar que iba a luchar por sacarla adelante.
Los padres de María son, en el buen sentido de la palabra, buenos y también ellos desdeñaron el coro de los grillos que cantan a la luna y dicen que un niño con síndrome de Down debe morir antes de nacer. María nació. Con mil dificultades, pero nació. Yo la conocí un 6 de julio en Pamplona, mientras el cohete de San Fermín estallaba en rojo y blanco. Iba perfecta con su pañuelico, dormida en medio de la algarabía desplegada por sus hermanos y los amigos de sus hermanos.
Tras la comida y el mus reglamentario nos fuimos para casa a continuar la sobremesa. María no dijo ni mu y solo se despertó para exigir su biberón. Las navarras son así, recias. Con ojos de guardia fronterizo la cuidaban Almudena y Graciela, nueve años como nueve miuras, y en la conversación hablé de Quilo y Pedrito y todos nos reímos con sus ocurrencias. En especial, una de Pedro con el nobel Severo Ochoa, que era su tío, y del que rechazaba la paga en pesetas. Dólares, Severo, quiero dólares, le decía con astucia de perro viejo.
María murió hace unos pocos días. Tenía el corazón roto y no soportó una operación de 11 horas que hubiera derrotado al mismo Rafa Nadal. Lo hizo entre oraciones y tubos, lo hizo en paz, la paz que Dios da a los inocentes y a los arrepentidos. Su última batalla la libró en Madrid, acompañada de sus padres y sostenida por unos médicos que lo intentaron todo.
María se fue sin desgarro, en medio de la tristeza de una madre que la llevó con ella nueve meses y que no se rindió nunca. María se fue entre lágrimas, pero sin tragedia. Se fue al cielo, que es donde están todos los niños, los no nacidos y los recién nacidos. Se fue con toda su dignidad a cuestas. Porque nadie es más digno que otro, ni tiene más derecho a vivir porque esté sano, o sea joven, o tenga dinero. María, con su efímero discurrir en el mundo, hizo mucho bien a los que la rodearon.
Sus padres quisieron que naciera y aceptaron con entereza que se fuera. Los hijos no son propiedad de los padres, por eso vienen y se van.
Dignísima María.
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Una vida dignísima, de Juan Bosco Martín Algarra