La misión de la Iglesia consiste en servir a la verdad que libera
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Si se pudiera reducir a un solo tema el pontificado de Juan Pablo II, habría que decir: El hombre, camino de la Iglesia. Esto es, la visión humana de la persona, con sus dos alas, la fe y la razón. Este planteamiento se situaba en continuidad con los anteriores pontificados, especialmente el de Pablo VI, marcado por el Concilio Vaticano II. Ahora el pontificado de Benedicto XVI está caracterizado y dominado por un solo concepto que asume los anteriores y enriquece su horizonte: la caridad. Y conviene mucho detenerse en ello, porque con frecuencia no se percibe el paso en profundidad que supone.
La caridad, es, en primer lugar, según el diccionario del español, una de las tres grandes virtudes teologales de los cristianos, que nos hacen participar de la misma vida divina. Es una virtud que se opone a la envidia y a la enemistad. Derivadamente, se llama caridad a la limosna o al servicio gratuito que se presta a los necesitados; más en general, a la solidaridad que compadece y pone remedio, o al menos alivio, al sufrimiento ajeno. Y sucede que estos sentidos derivados, que tienen que ver con la beneficencia, con algo que se da un poco de dinero, de ropa, de tiempo, etc., con frecuencia se han adueñado de la caridad hasta ocultar su sentido genuino, que es precisamente el que da el sentido a todos los demás.
La tercera encíclica de Benedicto XVI traza el marco de la caridad en la verdad para el desarrollo humano integral. Esa caridad en la verdad la ha realizado plenamente en el mundo Cristo, y al fundar su Iglesia le confió la misión de llevarla a cabo hasta el final de los tiempos.
La misión de la Iglesia consiste en servir a la verdad que libera: a Dios y al mundo en términos de amor y verdad; y, como consecuencia, ponerse al servicio del desarrollo humano integral, concretamente promoviendo la fraternidad universal. Esto lo comparte con muchas personas que trabajan por la promoción humana; pero la Iglesia al hacerlo dispone de una tradición que abre ese servicio a la plenitud de la verdad y a la plenitud del bien.
De Pablo VI toma la Caritas in veritate la perspectiva del desarrollo como vocación de la persona y de la humanidad. La verdad del desarrollo en palabras de Benedicto XVI consiste en su totalidad: si no es de todo el hombre y de todos los hombres, no es verdadero desarrollo. De una parte el desarrollo humano integral, ya en el orden natural, pide la apertura de la persona al Dios vivo y transcendente; y con ello la apertura al orden sobrenatural de la gracia, de la amistad con Dios. Al mismo tiempo, el desarrollo humano integral como vocación pide que su centro sea la caridad; pues, como ya decía Pablo VI, la causa más importante del subdesarrollo es la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos, de esa auténtica fraternidad cuyo germen es la Iglesia.
Por este camino se va viendo cómo la Caritas in veritate afronta, desde el principio, el tema Iglesia-familia de Dios en su proyección hacia la gran familia humana. Esto se observa con claridad al introducirse el capítulo que trata de cómo el desarrollo ha de realizarse en colaboración con la familia humana. En el trasfondo late la imagen, sencilla y elocuente por sí misma, de la familia. Al fin y al cabo, la familia de la Iglesia está formada por las familias de los cristianos.
El desarrollo de los pueblos subraya el Papa depende sobre todo de que se reconozcan como parte de una sola familia, que colabora con verdadera comunión y está integrada por seres que no viven simplemente uno junto al otro. Esa integración debe desarrollarse por medio de un redescubrimiento de la solidaridad que no anula a la persona sino que la realiza plenamente. Sucede algo así como con la familia natural: De la misma manera que la comunidad familiar no anula en su seno a las personas que la componen, y la Iglesia misma valora plenamente la criatura nueva, que por el bautismo se inserta en su Cuerpo vivo, así también la unidad de la familia humana no anula de por sí a las personas, los pueblos o las culturas, sino que los hace más transparentes los unos con los otros, más unidos en su legítima diversidad.
El horizonte de una sola familia humana se ilumina poderosamente por la fe en la relación de las Personas divinas en la única sustancia divina de la Trinidad. Pues bien, la Iglesia es el signo, en la historia, de esta unidad en la diversidad. Otras religiones y culturas se abren a esta familia universal, aunque con diversos valores que requieren ser examinados y purificados.
La tesis central de la encíclica, que aparece desde el principio en el texto, se formula al final con una expresión que contiene precisamente la familia de Dios: Sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo íntegro y verdadero.
De esta manera se articulan los planos de la familia. Primero, la familia natural y humana. Segundo, a partir de las familias cristianas se compone la Iglesia, familia de Dios. Tercero, la Iglesia es signo e instrumento de la gran familia a la que la humanidad está llamada. Y cada uno de esos tres planos refleja, a su manera, la familia que Dios mismo es, en su Trinidad, donde se da la unidad en la diversidad.
De ahí que vivir la caridad en la verdad es decir, como participación del amor que Dios mismo es en su vida íntima, llevándola al seno de las familias, de la Iglesia y de la sociedad sea el gran reto que Benedicto XVI está proponiendo desde el principio de su pontificado. El reto de no vivir simplemente uno junto al otro, de ser solidarios en la práctica y hasta el fondo. Con otras palabras, el reto de implicarse de verdad y de hecho en lo que significa la caridad, especialmente con los pobres y los necesitados.
Aunque muchos ya lo hacen y muy bien, cada familia y cada escuela, cada parroquia, grupo y movimiento, cada institución de la Iglesia y la Iglesia misma, en sus niveles locales y universal, están llamados a dar un salto de calidad en la caridad. Para eso tenemos el ejemplo de los santos y, ante todo, de Cristo mismo.
Ramiro Pellitero, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra