La participación en un aborto supone el incumplimiento directo del No matarás al inocente"
Gaceta de los Negocios
Mucho estamos hablando de objeción de conciencia desde que el ministro de Justicia se descolgó con teorías jacobinas sobre el peso que tiene el Estado en las conciencias personales.
Salvo la completa supeditación al Estado, parece que se ignora completamente la existencia de absolutos morales, es decir, prohibiciones de hacer que correctamente entendidas no admiten excepciones y que llevan a la conciencia, correctamente formada, a arrastrar las consecuencias que se derivan de la negativa a participar activamente en determinados actos.
Siempre se ha considerado que la negativa de Sócrates, cuando le llamaron al Tolo, a participar en un crimen ordenado por los Treinta Tiranos es el ejemplo más claro de comportamiento de conciencia. Cierto es que los tiranos lo eran de origen, pero también que la definición de los mismos se reforzaba en el ejercicio por su pretensión de que ciudadanos mataran a otros ciudadanos.
En este sentido, la participación en un aborto supone el incumplimiento directo del absoluto moral No matarás al inocente, que por su propio carácter no admite excepciones. Si una norma, como la que enfrentamos en estos momentos en España, intenta obligar a alguien a participar en este acto, la norma es tiránica por mucho encubrimiento políticamente correcto que se intente. El Estado no tiene derecho a ordenar eso y nosotros no podemos admitir que lo ordene y desde luego no debemos, bajo ninguna circunstancia, obedecerlo.
El Gobierno llama a esto desobediencia civil y nosotros libertad personal que debe ser respetada, no ya por todo Estado democrático, sino por cualquier autoridad medianamente decente. Por la propia naturaleza del acto, lo normal es que la mayoría de los ciudadanos no nos enfrentemos nunca con la obligación que pretende crear la norma. Se ha hablado mucho de la obligación deontológica, definidora de la profesión médica, de no participar en abortos.
La prohibición se mantiene desde el juramento hipocrático, en una época en la que no predominaba, por cierto, la sutileza hacia la vida. Es por ello que en sentido estricto los empleados de abortaderos no son médicos. Pero sería demencial que los ciudadanos considerásemos la cuestión un problema puramente deontológico del que sólo deben ocuparse las asociaciones profesionales.
Una norma que pretende obligar, pues si no se les condenaría a la sanción o la discriminación profesional, al personal sanitario a participar en un aborto es un problema social de primer orden, que nos afecta a todos. Está en juego la libertad de conciencia en su faceta más severa. El hecho de que ninguna norma del Estado puede obligar a una persona a participar en un acto tan directamente inmoral.
El cinismo que padecemos se hace evidente cuando se encubre la brutal imposición bajo la máscara de la profundización en las libertades. Menuda profundización es esta que puede marginar a una enfermera de un hospital público por negarse a quebrar de esta forma su conciencia.
En los últimos meses nos hemos acostumbrado a los chistes sobre determinadas ministras o incluso el conjunto del Gobierno y su indescriptible presidente; es cierto que el humor y la ironía son buenas formas de argumentación, pero bien mirado todo el asunto no tiene ni puñetera gracia.
José Miguel Serrano es profesor de Filosofía del Derecho