Síntoma de unas debilidades formativas alarmantes
Las Provincias
La educación española tiene diversos males, y la falta de autoridad de los profesores es uno de ellos. Los profesores deben ser más respetados, pero se debería profundizar en el debate: si no, los remedios pueden ser parches. Y otro tanto sucede con la creciente violencia de los jóvenes.
El problema de la falta de autoridad radica, sobre todo, en los padres. Son, deben ser, los primeros educadores. Falta el respeto en muchos matrimonios, con violencia psíquica o física las discusiones se hacen delante de los hijos, como si fuera signo de espontaneidad, cuando es una notable imprudencia, y los hijos lo ven, y lo imitan.
Ante unos mismos alumnos, algunos profesores tienen problema de autoridad y otros no lo tienen: lo tengo comprobado en diversos centros y ciudades. ¿Por qué? No es por disponer de un grado elevado de autoridad, sino porque algunos establecen unas reglas de juego
y otros piensan que eso es represivo, hasta que sufren ellos mismos la desautorización y la falta de respeto sistemáticas en alumnos de 10 ó 12 años. Fallan no pocos profesores, que no asumen su trabajo como deben, por deformación o complejos.
Y los medios de comunicación hemos de reconocer una cuota de responsabilidad. Alimentamos y fomentamos la violencia con saturación de sucesos, hurgando con morbosidad e insistencia. La violencia aporta audiencia, satisface pasiones, pero multiplica la violencia. Luego nos asombramos de pandillas violentas o palizas de ciertos jóvenes a inmigrantes, como si no fuera con nosotros.
Sigue aumentando el número de jóvenes que pegan a sus padres. Suena a prehistórico que un padre o una madre le dé una bofetada a su hijo, y honradamente yo no soy partidario: tal vez porque nunca la recibí de mis padres, y les estoy agradecido por su forma razonada de educar, sin violencia.
Pero es que, ahora, quienes mandan en las casas son los hijos. Curiosa tergiversación. Y como la violencia entre los jóvenes aumenta, lo pagan los propios padres, con un incremento que la Fiscalía General del Estado ha calificado como preocupante: en el último año, se ha duplicado el número de agresiones a padres.
Es obvio que el aumento de las agresiones de los hijos a los padres es un síntoma de unas debilidades formativas alarmantes. Si unos padres dejan a unos menores que regresen por la noche a casa cuando quieren, o que incluso fumen drogas delante de ellos, es más que difícil que germine la autoridad.
Los jóvenes tienen su parte de responsabilidad. Tienen uso de razón y, en el fondo, son quienes pagan más su vacío de valores, casi nihilismo, que exteriorizan en forma de violencia como mecanismo defensivo y por auténtica inseguridad. Son frágiles, y por eso golpean o insultan, exteriorizando y disfrazando su vacío y debilidad. La violencia es la fuerza animal triunfando ante la fuerza de la razón y de la voluntad. Muchos jóvenes permiten o cultivan la frivolidad, y la manipulación afectiva: cacarean una sexualidad inconsciente y así se van convirtiendo en sujetos que difícilmente saben querer y entregarse.
Los jóvenes deben evitar el victimismo. Si un adolescente puede casarse o puede acabar en prisión, no debe esconderse ante su propia responsabilidad personal sobre su personalidad y sobre sus actos. Que valore personas e instituciones que le exijan, no que adulen ni le compren, que no les rían todo y sepan pronunciar el no.
No simplifiquemos ni el diagnóstico ni las soluciones. Los jóvenes son una muestra de lo que los adultos fomentamos o deseamos. Confiar en los jóvenes no es aplaudir todos sus caprichos ni rebeldías, pero son los jóvenes quienes también han de reflexionar y actuar.