Las Provincias
Tomo el título de un magnífico libro, cuyo autor Víctor García Hoz fue pionero de los estudios universitarios de pedagogía en España. Lo hago porque esa frase responde a una realidad capital, que venimos echando de menos progresivamente.
A partir del famoso mayo francés «prohibido prohibir», no hemos marchado a mejor. Basta oír noticias: desde el reclamo a un necesario pacto escolar al botellón de Pozuelo, pasando por la propuesta de convertir a los profesores en autoridades públicas a fin de que puedan desempeñar su noble tarea en un clima algo más noble.
No es fácil: también hemos leído que los padres de los chicos detenidos en Pozuelo han solicitado al juez que les retire la prohibición de salir los fines de semana, que un padre ha maltratado a la directora del centro educativo de su hijo, etc., etc.
El prohibido prohibir nos ha llevado a un desbordamiento que no sólo afecta a los actuales alumnos, sino también a sus padres. Y si vamos un poco más lejos, tal vez a toda la sociedad y, por supuesto, a las autoridades educativas. Pero nadie se atreve a decir que mucho de lo que sucede los viernes y sábados noche no es normal, que la indisciplina en las aulas, tampoco.
Asimismo, tampoco lo son, por ejemplo, el ejercicio libre del sexo ni el lamentable fracaso escolar, por aludir a dos temas aparentemente distantes. Aparentemente, porque en realidad no son tan distantes. Como tampoco están lejanas algunas leyes o costumbres que avasallan la naturaleza de personas y cosas sin que apenas nadie se asombre.
La libertad se ha concebido como la pura capacidad de elegir 'choice' sin distinguir si lo escogido está sintonizado con la verdad y el bien, si daña o no a sí mismo y a los demás. No definía así la educación el profesor García Hoz, sino como el perfeccionamiento intencional de las facultades específicamente humanas y, por medio de ellas, de todas las demás.
Con ese panorama, la tarea profunda de educar es aún más apasionante, pero padres, educadores y autoridades han de saber qué quieren y a qué abismo se encaminan si esa labor formativa no existe o incluso es negativa.
Ahora bien, se percibe al menos una preocupación ambiental por el tema, aunque suceda a costa de que arda París (hace pocos años), se peleen brutalmente en Pozuelo, se llenen de porquería humana y despojo de la fiesta nuestros parques, la escuela sea un campo de Agramante, se maltrate a las mujeres o se dé muerte a los fetos, asuntos igualmente relacionados con la cuestión educativa.
Algo se percibe para que tuviera éxito un breve ensayo superficial, que publicó Edgar Morin: 'Los siete saberes necesarios para la educación del futuro'. Plantea los problemas de modo incompleto, a lo que necesariamente sigue una incompleta y vaga solución. Pero, aun sin convencer, puede resultar sintomático de que andamos indagando para que cada uno sea el que debe ser.
Cierto que precisamos un pacto escolar, pero no tanto para la exploración común de ciertos aspectos técnicos, cuanto para buscar al hombre íntegro, al menos en dos sentidos: uno sería el de honesto, honrado; y otro, el de ofrecerle una educación íntegra como fruto de conocer la verdad sobre el hombre, y así buscar su realización en cada persona.
Con respecto a los padres, afirmó Juan Pablo II que «la paternidad y la maternidad representan un cometido de naturaleza no simplemente física, sino espiritual; en efecto, por ellas pasa la genealogía de la persona, que tiene su inicio eterno en Dios y que debe conducir a Él». Ahí está el quid: somos criaturas de Dios, hechas a su imagen y semejanza, es decir, capaces de verdad y amor.
Sin pensar en teocracia alguna, se puede afirmar que una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de Derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana, como se lee en la encíclica 'Centesimus annus'. Ahí veo la base para la profunda tarea de educar, la que conduce a la felicidad verdadera.
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