Aquel que sabe meter ilusión, y no renuncia a la exigencia porque ama más la verdad que el aplauso
Arvo.net
Recuerdo al profesor Keating (Cf. La película de P. Weir, "El club de los poetas muertos", USA, 1990.) mandando arrancar una pedante página de un libro pedante de literatura en la que se trataba de reducir la poética a física o ingeniería. Por aquel entonces la suya me pareció una actitud admirable: con lo que me han aburrido siempre las técnicas, las definiciones y el encorsetamiento de lo académico, ¡a qué esperamos para vivir la poesía, en vez de limitarnos a definirla!
Ya he hablado de ese grupo de amigos que leíamos a Eliot: nos hubiera encantado también emborracharnos con la elegancia triste de Sebastián Flyte (Uno de los protagonistas de la película "Retorno a Brideshead"), pero nuestro bolsillo y un poco de prudencia nos evitó literalmente ese trago. Con Keating, casi al unísono, quise arrancar hojas y hojas que quedaban en mi cabeza como recuerdos semi-traumáticos de los rutinarios años de colegio, de los grises momentos que deparaba la vida universitaria, con tantas clases, libros de estudiantes de derecho y la lluvia.
Pero en realidad todo era mentira: en una película de apenas dos horas de duración, que además tiene que terminar de modo más o menos dramático («¡Oh, Capitán, mi Capitán!», gritan, y todos a soltar la lagrimilla), necesitando de una muerte por suicidio para conseguir la catarsis (acción en la que Weir peca de irresponsable y por la que tantos adolescentes tiemblan de emoción ante lo que llegan a creer que es un acto auténtico y valiente), no me parece que dé tiempo ni para reflejar la realidad de la educación ni para caer en la cuenta de lo difícil de la meta.
Y éste es el juego de equilibrio de profesores más o menos motivados, que combinan su docencia con horas de investigación y con tareas tan grises como la corrección de ejercicios, los días de tormenta, las noches en vela por los niños o por el nervio, tantas cosas. Enseñar implica la repetición de una lección al siguiente grupo, con la consiguiente dificultad de vivir el descubrimiento de la verdad como si fuera, otra vez, una experiencia nueva.
Quizás el primer día puedes arrancar las páginas del libro, ahora bien, ¿al siguiente qué haces?, ¿contarles tus noviazgos?, ¿ir de aventurero? Y hay que saber que los alumnos cabales quitando a tres o cuatro pobres que suspiran aman lo serio, desean aprender, saben que lo que buscan no es la experiencia subjetiva de un profesor iluminado, sino la luz sincera de una cosa que se llama verdad y que ha de servirles de sendero hasta que la muerte los separe de esta vida.
El Club de los Poetas Muertos no nos cuenta nada del Keating resfriado, del aburrido, del que creía tener inspiración y se da cuenta de que en esa jornada los chicos no enganchan con él, del que está quizás quemado porque su jefe le ha tratado mal, o del que se pregunta cómo llenar su vida con un amor más estable que los alumnos, ya que cada año desaparecen todos, dejándole de nuevo entre las manos a un grupo de desconocidos que no saben nada y a los que se tendrá que ganar intelectual y humanamente.
Los verdaderos Maestros no son los actores, expertos en convertir las lecciones en teatros de guiñol, que confunden enseñar con distraer y que no exigen, movidos por el miedo de que pierdan una relación tan interesada como débil. Tampoco lo son los hombres rancios, que ven en el alumno un obstáculo inevitable entre él y sus amados y solitarios libros, y que convierten las lecciones en un castigo para ellos mismos y para sus oyentes. Aquellos que saben meter ilusión, y que no renuncian a la exigencia porque aman más la verdad que el aplauso, esos sí que se acercan a mi ideal. Ahora bien, saben que como toda utopía ese sueño armónico entre la verdad, el esfuerzo, el entusiasmo y el cariño no siempre se realiza.
Tomado de "Lo que pesa el humo", Ediciones Rialp, Madrid 2001.