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Desde hace casi veinte años escribo todos los meses un artículo en "Mundo Cristiano", la revista que fundó y dirigió durante décadas don Jesús Urteaga. Como sabéis don Jesús falleció el pasado 30 de agosto, cuando estaba a punto de salir a la calle el número de septiembre de la revista.
Para octubre, MC prepara algo especial y me han sugerido que me una al homenaje a don Jesús. Yo, sin dudarlo un instante, he redactado una carta demasiado larga para que vuele hasta el Cielo al encuentro de mi cura.
A don Jesús le gustaba leernos aquel poema de San Juan de la Cruz que comienza así: tras de un amoroso lance,/ y no de esperanza falto,/ volé tan alto, tan alto,/ que le di a la caza alcance.
El poeta habla del alma que alcanza a Dios y lo atrapa como el halcón a su presa. Aquí, en Molinoviejo, tengo a la vista un viejo repostero que habla de esa "caza" definitiva.
También yo quisiera estar allí con estas letras.
Querido don Jesús....
Ya sé que no es costumbre tratar de usted a los que están en el Cielo; pero me resulta imposible expropiarle el don a estas alturas. Tenga en cuenta que usted fue el primer cura de mi cole y yo sólo tenía 11 años cuando le conocí en Gaztelueta.
¿Se acuerda? Era un profesor la mar de serio en clase y un bromista lleno de imaginación y talento cuando jugaba con nosotros fuera del aula. Ahora lo veo dirigiendo un sorprendente concurso de preguntas descabelladas y respuestas sin sentido que usted premiaba con caramelos. Al terminar sacó del bolsillo una máquina fotográfica diminuta y la subastó. El que más caramelos devolviese se la quedaba. Total, que recuperó el paquete entero y los caramelos sirvieron para otra sesión.
Sin embargo, el recuerdo más vivo me lleva a la pequeña capilla del colegio, cuando nos predicaba en pie, junto al Sagrario. ¿Dónde aprendió a hablar así a los niños y al Señor al mismo tiempo? Yo he tratado de imitarle muchas veces, pero, la verdad, no hay color.
Un día nos trajo un regalo: mientras hablaba, fue desempaquetando un borrico de loza con su cabezota sumergida en un libro de latín. Nos dijo que nos lo enviaba un sacerdote muy bueno, que vivía en Roma, que se llamaba Josemaría Escrivá y que quería mucho a los alumnos de Gaztelueta. Y, mientras nos reíamos contemplando el burro, nos habló del estudio, de ser como aquel animal de largas orejas o como el que mueve la noria y hace posible la lozanía del jardín.
Por entonces yo le profesaba una admiración sin límites. Pensaba que era una especie de mago con poderes, capaz incluso de leerme el pensamiento. Luego he comprendido que adivinar lo que piensa un chiquillo no es tan difícil. Basta con tomárselo en serio, escucharle y quererlo con corazón de padre, de madre y de abuelo. Usted nos quería así, don Jesús, y nos enseñó que ser sinceros era mucho más que no decir mentiras: se trataba de soltar el sapo, de ser transparentes delante de Dios.
Hace dos o tres años traté de decirle estas cosas, pero no me dejó. Alegaba que no tenía memoria y que yo era un cuentista. Ahora no tiene más remedio que darme la razón. Así que siga leyendo y no se le ocurra cortarme, que voy lanzado.
Desde que se nos fue al Cielo el último domingo de agosto, han aparecido muchos artículos en la prensa. Todos recuerdan que fue usted el cura de la tele, que recibió premios por su gran talento como comunicador. Hablan de su personalidad arrolladora, de su capacidad de liderazgo, de sus dotes de predicador, de su pluma incisiva, de sus libros editados en medio mundo Sin embargo mi espacio es limitado y debo ir a lo esencial. Y lo esencial es, por supuesto, su enorme corazón de sacerdote.
* * *
Tenía yo 12 años cuando me rompí la cabeza. No fui a la UVI porque entonces no existían esas modernidades. En estos casos, lo previsto era ingresar directamente en la tumba. Yo, en la Clínica del doctor San Sebastián, me moría a chorros cuando llegó usted.
Se sentó junto a mi cama, me dio la extremaunción y la absolución. Luego me fue repitiendo jaculatorias al oído que, a pesar de estar en coma, pude oír con toda claridad. No sé cuánto tiempo estuvo así; quizá toda la tarde. Por la noche, yo aún seguía en este mundo; pero mis padres estaban destrozados. Entonces agarró del brazo a mi padre y le dijo:
Manolo, vamos a charlar.
Entraron en una salita; introdujo la mano en el insondable bolsillo de su sotana, y sacó , una botella de coñac. Mi padre recuperó el ánimo gracias a un par de copas y a sus palabras. Hasta pudo dormir unas horas. Usted también durmió, don Jesús, pero en el suelo de otra habitación. Trató de que nadie se enterara, pero mi padre lo descubrió a media noche.
Cuando me hablan del espíritu sacerdotal siempre recuerdo esta historia. Ser cura es eso: vivir en el Cielo sin despegarse un milímetro de la tierra; ser muy de Dios y tener un corazón tan grande, humano, sobrenatural, acogedor y generoso como el propio Corazón de Jesucristo.
Pasaron los años. Yo me ordené sacerdote y, naturalmente, le pedí que predicara en mi Primera Misa Solemne. Luego me admitió en su Mundo Cristiano y me ha dejado pensar por libre durante los últimos 18 años. Y seguí leyendo sus libros y su vida. Porque, querido don Jesús, la vida de un sacerdote santo es siempre mucho más elocuente que todos los escritos y programas de televisión.
Una virtud más. Sólo una: su total disponibilidad para cualquier tarea que le encargaran. Madrid es una ciudad grande y compleja en la que lo ordinario es que surjan problemas inesperados que hay que resolver con urgencia. Muchas veces es preciso contar con un sacerdote todoterreno que sirva lo mismo para un roto que para un descosido. Es cierto que todos procuramos arrimar el hombro, pero, al final, el que siempre podía, el que no tenía horario, el que encontraba un hueco era usted.
Voy a terminar recordando nuestra última estancia en Molinoviejo, la casa de retiros de Segovia donde escribió en menos de un mes El Valor divino de lo humano.
Estaba usted ya muy limitado. Apenas podía caminar. Se habían borrado casi todos los nombres de su memoria, aunque no de su corazón. Nos pidió que le escribiéramos el horario en un folio con letra bien grande y clara, de ordenador. Lo llevó siempre encima y, cada vez que me veía, preguntaba:
¿Qué hago ahora? ¿Qué toca?
Tenía razón, don Jesús; la santidad se resume en hacer en cada momento lo que toca. Ahora le toca gozar de Dios para siempre y acordarse de nosotros para que seamos dignos de estar un día a su lado.
* * * * *
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