Un Dios sin misterio no es Dios: sería a medida del hombre, un pobre dios
Las Provincias
Me narraban una conversación sostenida con un católico, hijo de madre de su misma religión y padre musulmán. Como conocedor de los dos cultos, le preguntaron por las posibles causas de algunas conversiones de católicos al Islam. No siendo un experto, aducía dos posibles razones: el valor que el islamismo concede a la familia y al misterio. Me ha hecho pensar.
Se ha acusado al catolicismo de resolver cualquier dificultad de comprensión apelando al misterio. Es cierto que, si bien la fe no es abarcable por la inteligencia humana, la teología busca entender hasta donde es posible. Sin embargo, un Dios sin misterio no es Dios: sería a medida del hombre, un pobre dios.
El misterio ha de brillar particularmente en la liturgia de la Iglesia. Dios es misterio y, si el hombre necesita a Dios, necesita del misterio, ha de encontrarse con lo inefable, incomprensible, invisible, inalcanzable. La liturgia pobre surgida al socaire de aquel mal llamado espíritu postconciliar, se dedicó frenéticamente a una desmitificación desacralizante, por pérdida de lo mistérico en aras de una mejor comprensión.
Más que culto a Dios, la liturgia buscó entretenimiento a los asistentes. Pero todo el arte litúrgico ha de evocar y glorificar, en la fe y la adoración, el Misterio trascendente de Dios. La adoración es el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, que es el Amor. Ver al sacerdote no es lo principal, sino que todas las miradas sacerdote y fieles se dirijan hacia el Dios oculto.
La participación activa aconsejada por el Vaticano II se interpretó de un modo superficial como también señaló Ratzinger, pues con frecuencia se limitó a gestos exteriores para poner en acción a cuantas más personas, mejor.
Sin embargo, en el momento principal la plegaria eucarística, la acción humana pasa a segundo término dejando paso a la acción divina, cuando el sacerdote habla con el Yo del Señor: esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre, con conciencia de que no habla por sí mismo, sino por el sacramento recibido que lo convierte en la voz del Otro, quien ahora habla y actúa (cfr. 'El espíritu de la liturgia').
Habla el sacerdote en virtud del sacramento del orden, pero la participación es de todos en el sentido de que no la realiza hombre alguno, sino Dios mismo. Otras acciones externas liturgia de la palabra, canto, ofrendas, etc. pueden distribuirse adecuadamente, pero distinguiéndolas de la celebración sacramental en sentido estricto.
Resta poco espacio para la familia y no sé si la islámica será un buen modelo, pero las propiedades del matrimonio natural son conculcadas hoy día hasta llegar a adquirir carta de naturaleza, incluso de modernidad, de modo sangrante. Su unidad e indisolubilidad, la apertura a la fecundidad, la ayuda de la gracia sacramental para vivirlo como camino de santidad, como auténtica vocación, son valores desvaídos en nuestras sociedades del gozo pasajero y del bienestar. Esta peculiar comunidad de vida y amor, como fue descrita por Pablo VI, necesita recobrar todo el vigor que leyes y costumbres antinaturales le han robado impunemente con gran coste personal y social.
A través del culto y la liturgia, la fiesta y el rito, el hombre vive su religiosidad. Mediante ellos escribe Yepes, se llevan a cabo los actos de veneración y adoración, de ofrendas y sacrificios la Misa reproducción incruenta de la Cruz, único sacrificio valedero según la fe católica, se reconoce el carácter majestuoso, omnipotente y misterioso de la divinidad.
El matrimonio, siempre relacionado con la Eucaristía, también participa de ese culto y misterio, tanto en su celebración como en la vida cotidiana. Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación, y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. Como nuestro Dios se ha hecho hombre, siempre será más cercano y, sin perder el misterio de la divinidad, dará un toque divino a todo lo humano.