Se impone vaciar el ámbito público de todo peligroso distingo
AbcDeSevilla.es
Suelen ser inconfundibles, por su cuidada lámina, los ejemplares que lucen la machadiana divisa de Juan de Mairena. Cuando llega el turno no resulta fácil resistirse a echar mano del capote... ¿Cuál sería la solución ideal para hacer convivir a fieles observantes de las más diversas religiones, que se consideran por demás llamados a plasmarlas en la más notoria proyección pública?
Un paseo por la vieja Jerusalén, tan poco laudable en algún otro aspecto, ciudad santa para unos y otros por tan diversos motivos, brinda pistas interesantes al respecto. Uno entra por la Puerta de Damasco y se encuentra sumergido en un zoco árabe, poblado de mujeres con el velo islámico, que brujulean entre los puestos del inacabable mercado, atendidos por hombres con indisimulada querencia a la actitud sedente. Entre ellas circula dificultosamente algún judío sionista tocado con kipá y, en oleadas, peregrinos cristianos a los que acaban de atiborrar de rosarios en las tiendas de souvenirs de la Vía Dolorosa...
Algún que otro incrédulo neocruzado español, de credo laicista, se sentiría profundamente herido, al ver despreciada su piedra filosofal para resolver presuntos conflictos, que está dispuesto a imponer por ley: prohibido todo símbolo religioso en el ámbito público.
Uno traslada la receta a la vieja Jerusalén, tras disfrutar durante tres semanas de una convivencia tan variopinta como ejemplar, y aprecia en toda su hondura el alcance de tan curiosa mentalidad: fuera velos, por mucho que las portadoras lo consideren en pleno agosto como signo de su propia identidad; alguien, tan neutral como para decidir sobre identidades ajenas, impone que sean interpretados obligadamente como signo de sumisión.
Fuera, me imagino, la kipá salvo que el inquisidor de turno no encuentre en ella nada opuesto a su neutral credo. Los rosarios bien empaquetados, para evitar malos pensamientos. Al final el incrédulo logrará encontrarse a gusto, consiguiendo eso sí que los más variados creyentes hayan en su propia casa de sentirse en tierra extranjera. La neutralidad es tan valiosa que no puede salir gratis...
Al viernes habría que devolverle su condición de día anodino. Nada de reservar por la mañana a los musulmanes en exclusiva la explanada del templo, adonde afluirán torrencialmente. Menos aún permitir que a las cuatro de la tarde los católicos procesionen con su semanal víacrucis, deteniéndose en estaciones incrustadas entre los tenderetes árabes.
Apenas terminado, no podrá tampoco sonar la sirena que anuncie el comienzo crepuscular del sábado, ni la policía (¡pagada con fondos públicos!) se ocupará de colocar vallas en el perímetro del Mea-Shearim, para garantizar a los judíos observantes que ningún vehículo perturbará los preceptos de la Torá. Lo contrario sería un atentado a esa co-ausencia en la que, por lo visto, ha de consistir una convivencia civilizadamente neutra.
Se impone vaciar el ámbito público de todo peligroso distingo. Es cierto que en nuestra Constitución el pluralismo figura entre los valores superiores del ordenamiento, pero ya va siendo hora de dejar claro que se trata sólo de un pluralismo monocolor; o sea, sólo político. Su única finalidad sería legitimar al que gane para que pueda darse el gusto de imponer a su antojo a los vecinos el código moral, obligadamente arreligioso que prefiera.
Ya sabremos pues a qué atenernos. Quien viaje a Jerusalén no visitará ya la cuna de nuestra civilización, donde judíos, cristianos e islámicos discrepan en cómo ha de honrarse a su Dios, que a poco que se piense acaba siendo necesariamente el mismo. Estará internándose en un absurdo lugar, aún no liberado del oscurantismo por los nuevos cruzados; a golpe de arcabuz de lo políticamente correcto, faltaría más...