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Cuando se sustituye la verdad por la certeza se llega al subjetivismo. Para mí, como tengo certeza de ello, ésta es la verdad. Y en la moral este subjetivismo conduce a sentirse bien con uno mismo como único fin. No es infrecuente, por ejemplo, cómo personas que frecuentan los Sacramentos sienten remordimientos atroces por asuntos banales y se traguen simultáneamente cosas de enorme entidad.
Sucede que se han quedado adrede con dos euros en la compra y reciben la Sagrada Eucaristía en una boda sin estar en gracia de Dios. ¡Cuánta gente comulga y qué pocos se confiesan! Es ignorancia. Cierto, pero de eso estamos hablando: del desconocimiento de la verdad y de su identificación con la certeza. Para mí no es pecado y lo hago tan ricamente. Es el subjetivismo moral que nos envuelve hoy.
El relativismo se presenta como una teoría sobre la verdad. No existe la verdad y quien diga que existe una verdad ése es el que está en el error. El relativismo afirma que quien se crea poseedor de la verdad se equivoca.
Así como en la ciencia la verdad permanece aceptada hasta que sea falseada por una experiencia que no pueda ser explicada por la anterior hipótesis, en moral dicen la sociedad demanda estar sólo en paz consigo mismo. Compte aseveraba que era importante conocer para prevenir con el fin de proveer. Siempre lo útil como fin. Polo dice que la verdad no tiene sustituto útil.
Como habíamos anunciado en la anterior colaboración, todo el desarrollo filosófico de estos últimos siglos han desembocado en la llamada filosofía de la sospecha y será ésta la que ha empapado tantos aspectos de la vida social en la que estamos inmersos y que padecemos. Veamos. Estas posturas apuntadas y la de Hegel, que ahora no vamos a detenernos condujeron a la llamada filosofía de la sospecha, cuyos principales representantes son Nietzsche, Marx y Freud.
Para estos autores, algo turbio se esconde en el deseo de saber. No es sano seguro lo que se pretende; debe haber un interés, una utilidad, un motivo inconfesable, oculto quizás incluso para quienes lo defienden. Los filósofos de la sospecha les lleva a ver la realidad desde una determinada perspectiva y, por tanto, a viciar el conocimiento desde su raíz.
En el caso de Nietzsche es el interés de los débiles de no ser sometidos; para Marx las ideologías son superestructuras que reflejan los intereses de la clase dominante; y para Freud es el inconsciente, que se mueve por la libido pero que no se manifiesta ante la conciencia por estar reprimido por el super-ego.
Pero los filósofos de la sospecha no buscan la verdad; al desenmascarar los intereses bastardos que mueven a la razón, quieren descalificar el conocimiento, no corregirlo sino orientarlo por un criterio más acertado, por un motivo voluntario que consideran más profundo y verdadero: la voluntad de poder, la autorrealización mediante la desalienación o la satisfacción del instinto sexual evitando las neurosis y los conflictos sociales [1].
Conocedor de esto y del devastador crecimiento de estas filosofías que son debidas al vuelco metafísico de 180º que dio Descartes, Juan Pablo II insistió una y otra vez en la necesidad de centrar la cuestión metafísica. Si insisto tanto en el elemento metafísico es porque estoy convencido de que es el camino obligado para superar la situación de crisis que afecta hoy a grandes sectores de la filosofía y para corregir así algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad [2].
Hay muchas variantes caseras de este relativismo actual que se palpa en la calle y que carecen de fundamentación racional; por ejemplo, los que parten del supuesto de que cada uno es dueño de sí mismo y así nadie puede decir a otro qué es bueno y qué es malo en sentido absoluto. Expresiones como mi vida es mía y hago con ella lo que me dé la gana o hago lo que quiero y no tengo que dar cuenta a nadie, son la justificación de este mismo planteamiento. Si el hijo que llevo en mi seno es mío también hago lo que quiera, que para eso es mío.
Desde el punto de vista religioso, el relativismo se ha introducido también en algunos ambientes teológicos católicos y protestantes. La verdad absoluta y completa, según este punto de vista, no se encuentra en ninguna religión, pues ninguna revelación hecha al hombre por Dios puede agotar la riqueza infinita de la divinidad.
Por eso, influidos por algunas religiones orientales, defienden que el cristianismo no es más que una revelación de la divinidad parcial y temporal, que debe completarse con las creencias de otras revelaciones contenidas en otras religiones. Concretamente, en la tradición hindú, la divinidad ha descendido (avatar) a la tierra encarnándose, a lo largo del tiempo, en distintas personas, tales como Kürma, Varaha, Rama, Krishna, Buddha, etc.
A lo largo de estos avatares la divinidad ha mostrado a los hombres algunas verdades que, por no ser nunca exhaustivas, se complementan, a la vez que se relativizan. Jesucristo vendría a ser, de acuerdo con este punto de vista, una nueva reencarnación, y sus enseñanzas tan parciales, históricas y relativas como las demás encarnaciones de la divinidad [3].
En el terreno político, la democracia se considera el único sistema válido de gobierno no sólo por razones de contenido, como la división del poder para evitar la tiranía y que todos los ciudadanos puedan participar en la toma de decisiones y en el gobierno, etc., sino también y sobre todo por razones formales: está dotada de mecanismos para salvaguardar la autonomía individual, hace compatibles las libertades de todos, impide que algún grupo social imponga su modo de pensar (el pensamiento único), etc.
De este modo se ha llegado a una concepción de la democracia basada en el relativismo y el permisivismo: ninguna verdad es absoluta, nadie tiene la razón, todo puede ponerse en tela de juicio, y es más democrático permitir todas las conductas que no impidan la convivencia pacífica; en definitiva: no existe el bien ni el mal, lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso, sino diversas opiniones, fundadas en distintas ideologías, que, en la medida de lo posible, han de hacerse compatibles porque todas tienen el mismo derecho a existir. De este modo la tolerancia se identifica con el permisivismo [4].
En fin, en la base de estas posturas está un regreso al nominalismo medieval que niega la existencia de la naturaleza humana; cada individuo es distinto a los demás y debe darse forma a sí mismo según su propio criterio, tendencias, gustos, etc. Muchos defensores de la homosexualidad y la eutanasia piensan que no existen conductas antinaturales, ni unas son más normales o naturales que otras, pues la naturaleza no debe condicionar la libertad sino al contrario, debe ser la libertad la que moldee la naturaleza. No hay una ley natural porque lo que no hay es una naturaleza humana.
El relativismo moderno se distingue del clásico en un punto esencial: el clásico era la consecuencia práctica del escepticismo, era el modo coherente de vivir en el escepticismo. El relativismo moderno, en cambio, se presenta como el modo coherente de vivir en la verdad, pues ésta es histórica, circunstancial, plural y cambiante.
En suma, el relativismo no se presenta a sí mismo como una postura racional relativa, sino como el representante único de la verdadera racionalidad, fundamento, por tanto, de la libertad, tanto individual como social, y de la convivencia pacífica. Sólo él es fuente de la verdadera tolerancia porque hace compatibles las libertades de todos los ciudadanos, sean cuales sean sus opiniones.
Si no fuera porque hemos abordado un tema tan serio hubiera comenzado por aquello que le decía un estudiante en mayo del 68 a sus compañeros, subido en la mesa del catedrático, y que le supuso dejar la política: ¡callaos, que llevo mil veces diciendo que no repitáis las cosas!.
Pedro Beteta López. Doctor en Teología y Bioquímica
Notas al pie
[1] Corazón, R, Conferencia en el Curso de Estudios de Baeza, 2009.
[2] Fides et ratio, 83.
[3] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 7-XII-1990 y Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Declar. Dominus Iesus, 6-VIII, 2000.
[4] Corazón, R, Conferencia en el Curso de Estudios de Baeza, 2009.
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El relativismo (II)
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