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En el discurso de Benedicto XVI el 1 de diciembre de 2007 en una audiencia con los participantes en el Foro de Organizaciones no Gubernamentales de inspiración católica advertía en contra de basar las relaciones internacionales en una lógica relativista.
Podemos ver con satisfacción, afirmaba el Papa, como un logro el reconocimiento universal de la primacía jurídica y política de los derechos humanos. No obstante, continuaba, el debate internacional «a menudo parece estar marcado por una lógica relativista que considera, como única garantía de coexistencia pacífica entre los pueblos, el negar carta de ciudadanía a la verdad sobre el hombre y su dignidad, así como a la posibilidad de una acción ética basada en el reconocimiento de la ley moral natural».
Si se acepta la postura relativista, advertía el pontífice, corremos el riesgo de que las leyes y relaciones entre los estados se determinen por factores como los intereses a corto plazo o las presiones ideológicas. Benedicto XVI animaba a los presentes a contrarrestar la tendencia hacia el relativismo, «presentando la gran verdad sobre la dignidad innata del hombre y los derechos que se derivan de dicha dignidad».
La preocupación constante del Papa por los peligros del relativismo es bien conocida. Pero no está solo en este reconocimiento del peligro que representa en el área de los derechos humanos.
Janne Haaland Matlary, profesora de política internacional en la Universidad de Oslo, apoya la tradición de la ley natural como la defiende la Iglesia católica. Matlary, que fue secretaria de estado para asuntos exteriores de Noruega desde 1997 al 2000, publicaba a principios de 2008 una traducción de su colección de ensayos titulada «Ensayos sobre Democracia y la Crisis de Racionalidad» (Gracewing).
Una nueva Biblia
Actualmente, comenta Matlary, los derechos humanos se han convertido en una especie de nueva biblia política, pero, desgraciadamente, esta biblia suele verse afectada por un profundo relativismo cuando se trata de valores fundamentales.
El libro de Matlary se centra en la situación en Europa, donde, advierte, el relativismo está llevando a intentar redefinir los derechos humanos. De hecho, continúa, se da un presente verdaderamente paradójico, porque, de un lado, Europa y Occidente exigen al mundo que respete los derechos humanos pero, de otro, rehúsan definir, de forma objetiva, lo que significan estos derechos.
Matlary explica que el énfasis contemporáneo en los derechos humanos deriva del rechazo de los males del régimen nazi, que vio el peligro de sujetos que obedecen órdenes de un dictador legal que son, sin embargo, contrarias a la moralidad. La consiguiente Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 se formuló de forma que quede claro que han de verse como innatos a cada persona. La declaración puede considerarse, por tanto, como un documento de derecho natural.
Hoy, sin embargo, los derechos humanos suelen considerarse como dependientes del proceso político, continúa Matlary. Mientras la declaración de 1948 defiende el derecho a la vida, muchos estados han legalizado el aborto. De igual forma, el texto de 1948 proclama el derecho de un hombre y una mujer a casarse, pero existe una presión creciente en muchos países para establecer un derecho al matrimonio del mismo sexo.
Otro ejemplo es la Convención de Derechos del Niño, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1989. Estipula que un niño debería tener el derecho a saber a conocer y a ser cuidado por sus padres. Sólo pocos años después, esto se ignora al utilizar donantes anónimos para los tratamientos de fertilización in vitro, comenta Matlary.
Causas principales
Matlary examina algunos factores que han contribuida al triunfo del relativismo ético en Europa. Uno de estos es la secularización, que significa olvidar las raíces cristianas del continente así como los valores que el cristianismo ha aportado a la política y a la ley. A esto se ha añadido la creciente inmigración de otras culturas, y la incertidumbre sobre el concepto de tolerancia. Asimismo, la aversión al concepto de verdad objetiva, combinada con frecuencia con una mentalidad de corrección política, mina los intentos de definir valores comunes.
Matlary observa que ha habido también una marcada politización de los derechos humanos, como resulta evidente de algunas conferencias organizadas por las Naciones Unidas en los noventa, sobre temas como la demografía, la familia y los derechos de la mujer.
El debate sobre los valores y los derechos humanos, indica Matlary, está marcado también por un profundo subjetivismo. En muchos países la religión ha dejado de basarse en estar adherido a una identidad institucional y se convierte en una religión a la carta. El subjetivismo también ha contribuido al declive de la ideología, pero la ha reemplazado con un deseo superficial de seguir a la última personalidad pública de moda y las tendencias que popularizan los medios de comunicación.
Basado en la verdad
La última sección del libro de Matlary considera cómo puede presentarse la ley natural en medio del relativismo dominante. El cristianismo juega un papel vital en este esfuerzo, a través de sus enseñanzas en el área de la antropología, incluyendo el fuerte énfasis que pone la Iglesia en la dignidad humana inherente.
No podemos imponer las normas cristianas en la esfera política, reconoce Matlary. No obstante, en muchos puntos que tienen que ver con la persona humana y sus derechos no hay contradicción entre fe y razón. La tarea, por tanto, no es crear estados cristianos, sino estados basados en la verdad sobre el ser humano. Lo que necesita Europa, en consecuencia, son políticos que estén preparados para dedicarse al bien común, según lo que es universalmente correcto o erróneo basándose en la dignidad humana.
Matlary admite que incluso entre cristianos suele haber pluralidad legítima en la arena política, permitiendo flexibilidad entre diversas formas de acción. Hay, no obstante, algunos temas sobre los que no puede haber compromiso, los que tienen que ver con la dignidad humana.
Esta sección conclusiva también considera la aportación hecha por el Vaticano al debate sobre los derechos humanos. En un capítulo dedicado al Papa Juan Pablo II, Matlary comentaba su cuidadosa diplomacia pública, así como por la callada, pero eficaz, aportación hecha por los diplomáticos vaticanos por todo el mundo.
Un ulterior capítulo examina el análisis de la racionalidad moderna hecha por el actual Papa, en muchos de sus escritos cuando todavía era el cardenal Joseph Ratzinger. Uno de los temas tratados por él fue la noción de libertad humana, que muchos consideran actualmente que no tiene límites.
La falta de voluntad de limitar la autonomía personal, comenta Matlary, descansa en última instancia en la incapacidad de definir el ser humano y lo que es bueno y malo en cuanto a la naturaleza humana.
Razonar correctamente
Otro defecto identificado por el cardenal Ratzinger, según Matlary, es la idea de que la racionalidad sólo está limitada al área técnica. Aceptar esto significa que no tenemos ya noción alguna sobre cómo razonar sobre lo bueno y lo malo, así como negar que haya un marco ético fuera del individual.
Además, el cardenal Ratzinger criticaba el concepto meramente materialista de la racionalidad que ignora las dimensiones filosóficas y teológicas de nuestra naturaleza, reduciendo así la idea del progreso a dimensiones meramente técnicas y económicas, una postura todavía presente en el pensamiento de Benedicto XVI.
Es necesario que las normas jurídicas se funden en la moralidad, que a su vez encuentra su fundamento en la misma naturaleza, explicaba el Pontífice en su mensaje para el Día Mundial de la Paz. Sin este sólido fundamento, indicaba el Papa, las normas jurídicas quedarán «a merced de consensos frágiles y provisionales» (No. 12).
«El crecimiento de la cultura jurídica en el mundo depende además del esfuerzo por dar siempre consistencia a las normas internacionales con un contenido profundamente humano, evitando rebajarlas a meros procedimientos que se pueden eludir fácilmente por motivos egoístas o ideológicos» (No. 13). Un oportuno recordatorio de que el proceso político no es un amo absoluto, sino que es necesario que se oriente por las verdades inherentes a la naturaleza humana.
John Flynn, L. C. (Traducción de Justo Amado)
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