Sólo una mirada tierna y verde que se le iba anegando en lágrimas que no le caían
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Él nunca lo contó, nunca quiso contarlo. Fue su mujer la que me lo dijo un día, hace muchos años, cuando yo era poco más que un niño. Por lo visto, cuando en junio del 36 andaba de trilla, decidió un día untarle aceite a las ruedas dentadas del trillo, porque la mañana anterior notó que chirriaban.
Fue al darle la vuelta al trillo cuando lo vio. Dijo que se le nubló la vista, de la impresión, de pensar en qué habría pasado si sube al trillo y las mulas empiezan a trotar dando vueltas por la era cortando la parva. Dijo que se le nubló la vista.
Eran días en los que las revueltas en el campo sorprendían ora con un trigal ardiendo, ora con una cuadrilla de matones que llegaban a un tajo y levantaban a veinte segadores. Eran fechas raras, fechas que habían dejado mucho odio entre las ardientes sábanas del verano.
Hermanos, primos, hijos enfrentados por lo que se decía una idea y no era sino falta de ideas, sobre todo, falta de buenas ideas. Estaba caliente el verano, y la sangre parecía no saber ni querer salir de aquel calor que lo mismo quemaba una cebada que una vida.
Dijo que se le nubló la vista y que en ese nublado vio o le pareció ver la imagen de la Virgen de los Reyes. Él, por lo que me contaron, nunca dijo que aquello fuera un milagro, pero lo cierto es que si no le da la vuelta al trillo para engrasarlo, aquel petardo lo hubiese matado, o le hubiese causado mutilaciones. No explosionó, lo vio a tiempo de quitarlo y evitar su daño.
Jamás se lo oí contar, ni aunque yo lo sepa porque me lo contó su mujer le dijo a nadie el nombre del que le puso el petardo. Él sólo tuvo una reacción: ir, mientras viviera, a ver la Virgen de los Reyes. Y así fue, así lo hizo. Lo vi algunos años, con su mujer, y otros, recuerdo haberlo visto con todos sus hijos.
Un año me puse cerca de él a ver qué rezaba aquel hombre que no era ni de misas ni muy de santos. Estuve pendiente y ni siquiera un movimiento de los labios, sólo una mirada tierna y verde que se le iba anegando en lágrimas que no le caían.
Después, sacaba su pañuelo de yerba y se secaba las lágrimas argumentando que era sudor. No, no era sudor, era llanto sin apenas notarse, como serían oraciones los largos silencios de su mirada cuando la Virgen se acercaba, una imagen que volvería a ver nublada, nublada por las lágrimas, no por la impresión al ver aquel petardo que pudo impedir que yo naciera