La única salida es pactar sobre la base de la libertad y el pluralismo
Gaceta de los Negocios
La propuesta de un pacto educativo, formulada por el ministro de Educación, suscita más perplejidades que esperanzas. Nada sería, en principio, más deseable. Porque la configuración jurídica de la enseñanza se ha convertido entre nosotros en un campo de experimentación en un continuo hacer, deshacer y rehacer que tiene a estudiantes, profesores y padres en permanente situación de desorientación y hasta de mareo.
¿Cuáles son las causas de esta inestabilidad en un sector que requiere, más que ninguno, estabilidad e insistencia? Hay algo más serio que el afán de cada nuevo ministro por pasar a la posteridad con una ley sacada de la manga. Se trata de un profundo desacuerdo acerca de cuáles son los objetivos fundamentales de la educación y dónde se localizan los mejores estilos de enseñanza. A su vez, esta discrepancia alcanza su climax en dos ámbitos sumamente sensibles: el religioso y propiamente formativo, por una parte, y el autonómico y lingüístico, por otra.
Pensamos muchos que la religión es la clave de toda cultura y que lo importante no es transmitir habilidades, destrezas y competencias, sino educar personas y formar caracteres. Otros, por el contrario, son partidarios de una enseñanza laica, en la que no queden rastros de creencias o convicciones trascendentes, mientras que se considera la formación humanística como algo superado, y se apuesta por el funcionalismo pragmático, con el único aderezo de sensibilidades que respondan a lo políticamente correcto e impulsen a romper supuestos tabúes en temas como el sexo y la familia.
Francamente, no creo que hoy por hoy sea fácil llegar a un consenso entre posiciones tan encontradas. El único posible acuerdo ha de seguir el ancho camino de la libertad. Sobre la base de un núcleo básico de disciplinas que no pueden dejar de cultivarse, cada centro educativo debe tener un estilo de educación que responda a las convicciones de los padres, en diálogo con los profesores y representantes de la titularidad del centro docente; con los únicos límites de la constitución y el respeto a los ciudadanos que piensen de otra manera.
Y la pregunta del millón que el ministro Gabilondo tendría que responder no es otra que ésta: ¿Están los socialistas, el Gobierno de Zapatero y usted mismo en disposición de dialogar sobre la base del pluralismo y la libertad? Si la contestación es al cabo que no, entonces resulta vano programar interminables horas de discusión que no conducirán a nada. A no ser que como en el caso del pacto social lo que subliminalmente se pretenda es untar de vaselina el trágala, es decir, dar la impresión de que se está pactando lo que, en rigor, se está imponiendo. Pero el pueblo español es menos ingenuo de lo que parece y en democracia es imposible mantener engañados a muchos siempre.
El segundo grupo de dificultades conflictos de idiomas y de tradiciones culturales se caracteriza por su mayor apasionamiento. Es un campo dominado por el terrorismo psicológico. Ir a la vez en contra de la historia y del sentido común es mal asunto. No cabe de nuevo otra salida que la libertad y el pluralismo, salvados los límites de la legalidad constitucional; lo cual no es una cuestión baladí, porque vemos todos los días cómo la ideología localista pasa por encima del derecho.
Dudo que Gabilondo, metafísico al fin, pretenda jugar tan audazmente con las modalidades que se arriesgue a comprobar que la mejor enseñanza posible es, aquí y ahora, sencillamente imposible. Hay caminos que, en el mejor de los casos, no llevan a ninguna parte; y, en el peor, conducen a un campo de minas.
Una última consideración: ¿Estaría Gabilondo dispuesto a revisar los efectos previsibles de la educación sexual y la instrucción ciudadana que se impone a los adolescentes? Según Kant, no hay lugar para una generación equívoca ni en el conocimiento ni en la conducta. Si se echa aceite, tomate, cebolla y miga de pan, lo que resulta es un gazpacho. Si se alimenta a muchachos y chicas con permisivismo sexual desde la infancia, no es extraño que nuestras calles comiencen a poblarse de jovencísimos sátiros.