No son de recibo las críticas amenazadoras de ese fundamentalismo laicista
ReligionConfidencial.com
Las recientes pintadas en iglesias de Barcelona, a modo de terrible conmemoración histórica del centenario de la Semana Trágica, confirma el tremendo riesgo que comportan los fundamentalismos para la convivencia social. Lo grave es que se comienza por la ausencia de razones, que excluye el diálogo, y se termina en violencias que pueden llegar a terrorismos execrables.
El fundamentalismo laicista, como se acaba de comprobar también en la campaña contra el presidente del Consejo del Poder Judicial, es incapaz de dar argumentos intelectuales; sólo de excluir a quienes no piensan como ellos. Justamente lo contrario de lo que aprendieron a vivir los cristianos desde los comienzos.
Muchas veces se ha citado un texto paradigmático de la primera epístola de San Pedro: el Apóstol invita a no tener miedo ante posibles intimidaciones y a estar siempre dispuestos a dar razón de la propia esperanza a todo el que la pida; y añade un matiz muy claro y actual: con mansedumbre y respeto, y teniendo limpia la conciencia, para que quienes calumnian vuestra buena conducta en Cristo, queden confundidos en aquello que os critican (3, 14-16).
A veces, se invocan la Modernidad y las Luces como remedios históricos que habrían liberado a Europa de las cavernas religiosas. Pero la Ilustración no era así. También en el plano de las creencias se impone matar a Montesquieu para sacar adelante el laicismo. De hecho, en El espíritu de las leyes, el Barón llega a escribir: el que no tiene religión es como un animal terrible que sólo siente su libertad cuando desgarra y devora. Era consciente de los posibles abusos cometidos desde la religión, pero prefería contrarrestarlos a defender el ateísmo.
Algo semejante sucedió con Voltaire a pesar del terremoto de Lisboa y Rousseau, aunque en ellos se da cierto avance hacia lo que vemos ahora: instrumentalizaban la fe a favor de la paz social; en el fondo, llegaban a construir una síntesis entre religión natural y civil. Pero en modo alguno eran ateos, ni hombres sin conciencia. Al contrario, la profesión de fe del vicario saboyano fijaba los principios fundamentales de una religión universal apoyada en la conciencia, con incidencia directa en las conductas.
Ignoro el papel que el entonces Cardenal Ratzinger tuvo en la elaboración de la Encíclica Fides et Ratio, una de las más importantes del pontificado de Juan Pablo II. Pero el eco de ese diálogo cultural entre creencia y razón está continuamente presente en su Magisterio pontificio, como antes en su trabajo teológico. No podía ser de otro modo en quien tanto cultivó el pensamiento de san Agustín, un Padre de la Iglesia cumbre en el profundo cambio de civilización que se produjo en sus días. Y lo ha mostrado hasta la saciedad en sus diálogos con intelectuales de renombre, comenzando por Jürgen Habermas.
No son de recibo las críticas amenazadoras de ese fundamentalismo laicista, aunque cale en las conciencias a base de repetirse, no por la fuerza de argumentos inexistentes. Empobrece repito la convivencia social, y cultiva las raíces de la denostada y denostable intolerancia. Algo muy distinto del escándalo ante el mal, que no pudo superar Voltaire tras la tragedia de Lisboa.