Es necesaria una reforma legal, pero mucho más una reforma educativa y moral
Gaceta de los Negocios
El aumento de los crímenes pasionales (o, para sucumbir a la ideología, de la violencia de género) y, sobre todo, de las violaciones perpetradas por adolescentes sobre adolescentes, han creado un ambiente de alarma social y un debate jurídico y, en algún caso, moral.
Algo fundamental lleva tiempo fallando. Siempre ha existido lo perverso y lo patológico. La diferencia es que lo que antes quedaba recluido en la marginalidad, ahora incrementa su número y su presencia en la vida social. Existen ahora más casos y, sobre todo, afectan con mucha mayor frecuencia a menores de edad.
Opiniones sensatas se manifiestan a favor de una reforma penal, especialmente de la Ley del Menor, y de un endurecimiento de las penas, acompañado de una reducción de la mayoría de edad penal. Los argumentos que se oponen, invocando la inconveniencia de legislar en caliente, son muy débiles.
Por un lado, la frecuencia de los delitos dificulta la posibilidad de la legislación en frío. Por otro, el proceso legislativo lleva su tiempo y sus requisitos, que impiden hablar de precipitación. Aparte de que a los legisladores cabe presuponerles, aunque no sea evidente, sensatez para no dejarse llevar por la pasión. Lynch no se sienta, que sepamos, en el palacio de la carrera de San Jerónimo.
Otra cosa es que la reforma penal sea suficiente, que no lo es. El Derecho penal es siempre un último recurso paliativo. A veces, carece de eficacia. Hay que distinguir entre delitos. En unos, el endurecimiento de las penas posee eficacia preventiva; en otros, no, o muy escasa.
Este último parece ser el caso de los delitos pasionales y sexuales. No está probado que penas máximas como la capital o la cadena perpetua produzcan la reducción de la comisión de determinados delitos. No obstante, la impunidad o la extrema debilidad penal siempre serán aliadas de la delincuencia.
Pero, si no me equivoco, la raíz del problema no reside fundamentalmente en el ámbito jurídico, sino en el moral, es decir, en el educativo. Si la línea que separa el bien del mal se vuelve relativa, inexistente o porosa; si el supremo bien es el logro del propio placer o, en el menos malo de los malos casos, del placer de la mayoría; si la persona posee derechos pero no deberes; si el hombre pretende erigirse en la realidad suprema; entonces, los límites a la arbitrariedad (que no libertad) se desvanecen.
Una profunda verdad encierran las palabras del personaje de Dostoievsky: Si Dios no existe, todo está permitido. No creo que la cultura progre sea absolutamente dominante, pero sí que está muy extendida y está haciendo un gran daño. Muchos progresistas lamentan lo que sucede, mientras favorecen todo lo que hace posible el mal que lamentan, y repudian lo que sería su remedio natural. Siempre se recoge lo que se siembra.
De una ética mínima hemos pasado a una ética nula. No es que los valores sean despreciados. Sólo los perversos eligen los contravalores por sí mismos. En la mayoría de los casos, lo que sucede es que se prefieren los valores inferiores a los superiores (por ejemplo, el placer a la justicia). No se trata, pues, tanto de que los valores anden dislocados. La que anda dislocada es su jerarquía natural.
Es necesaria una reforma legal. Pero mucho más lo es una profunda reforma educativa y moral. El progresismo quiere salir del pozo, como el célebre barón del cuento, tirándose de los pelos. Acabará por quedarse calvo, pero nunca saldrá del pozo.