La intervención de la familia se hace imprescindible como lugar privilegiado para la experiencia del valor
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Nos hemos equivocado en la estrategia: no podemos prescindir de los valores como contenidos de cualquier proceso formativo.
Existe un acuerdo generalizado en que debemos educar a toda persona y a ésta en su totalidad. Lo llaman educación integral o global u holística. Si decimos que debemos educar, no podemos, de ningún modo, prescindir de los valores como contenidos ineludibles de cualquier proceso formativo, pues no hay posibilidad alguna de llevar a cabo un verdadero proceso educativo, si los valores no están presentes en él. Cuando se educa, se hace desde lo que es el ser humano. Y éste no es un ser meramente biológico, desnudo de cultura. Exige ser interpretado como un ser moral.
La educación moral de la persona ha ocupado, hasta ahora, un segundo lugar en las prioridades del conjunto de la sociedad. Ésta ha demandado con mayor urgencia la formación intelectual y la preparación científica y técnica de las jóvenes generaciones para su inserción laboral en la sociedad. Y para este fin, se consideraba que la aportación de la educación moral era irrelevante.
Sólo cuando los problemas de la violencia, el consumo de drogas, la corrupción, los embarazos no deseados y otras lacras han sacudido fuertemente la paz y la tranquilidad social nos hemos vuelto hacia los valores como diques de contención de males que se nos vienen encima. Y entonces pedimos ayuda a la institución escolar para que, una vez más, venga en nuestro auxilio. Pero nos hemos equivocado en la estrategia. Hemos llamado a una puerta en cuyas manos no está la respuesta adecuada, ni tampoco la más eficaz a los problemas morales que nos afectan.
Si se demanda el equipamiento moral de nuestros jóvenes para hacer frente a esos problemas, se debe reconocer, aunque no guste, que la familia es el ámbito de intervención insustituible y privilegiada, la puerta a la que necesariamente hay que llamar por la naturaleza misma del valor moral. En ella no sólo se tiene una idea y un concepto sobre la justicia, la tolerancia, la solidaridad, la paz y la libertad. En ella no hay sólo discurso y reflexión, sino sobre todo acción.
Los valores son, en su raíz, convicciones profundas, creencias básicas que orientan y dirigen la conducta; creencias que se traducen necesariamente en modos y estilos éticos de vida que configuran un modo determinado de afrontar la existencia. Son como los ojos o ventanas a través de los cuales vemos y nos asomamos al mundo, lo juzgamos y lo valoramos. Los valores son aquellas cualidades que nos atraen y nos atrapan, que nos sacan de nuestra indiferencia, nos trastocan y transforman nuestra vida, nos ayudan a hacer un mundo más humano, más digno y habitable.
Los valores son siempre finalistas en tanto que componentes esenciales de la vida humana, y nunca pueden ser considerados como un añadido, ni siquiera ser empleados como medios o instrumentos para obtener otros fines. Si los valores sólo fuesen discurso y reflexión, el papel de la familia en el aprendizaje de los valores sería del todo secundario. Pero no es así.
El valor, en su estructura, no es sólo discurso, es también experiencia. Y es esta experiencia, en sus múltiples manifestaciones, la que nos mueve a incorporar a nuestra conducta la idea o concepto de un valor, lo que nos lo hace atractivo. Más aún, es la condición necesaria, la puerta de acceso para que el valor pueda ser aprendido. No hay lenguaje educativo si no hay lenguaje de la experiencia. Sin ella, sin referencia a ella, el discurso educativo se torna en un discurso vacío, inútil, sin sentido.
La experiencia en el aprendizaje de valores no es un mero recurso didáctico, ni tampoco un pretexto para otros fines. Es, por el contrario, el contenido educativo. La experiencia en educación no es un viaje de ida y vuelta, sino que es ir para quedarse. Y aquí es donde la intervención de la familia se hace imprescindible como lugar privilegiado para la experiencia del valor.