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La vocación toca las raíces mismas del alma humana. Es una llamada interior de Dios dirigida al hombre: al hombre único e irrepetible La vocación es cosa de Dios, sólo de Dios. Todo es gracia decía San Pablo como subrayando aquellas palabras del divino Maestro: sin mí no podéis hacer nada. Vale la pena observar que dice nada y no poca cosa, casi nada, etc. No. Dice que sin Él no podemos hacer nada.
Dios nos llama a la existencia, no lo hacen nuestros padres. La prueba es la proliferación de niños adoptados porque Dios no envía a los esposos los tan deseados hijos. De ahí que para el hombre, engendrar un hijo es, sobre todo, recibirlo de Dios; se trata, en definitiva, de acoger como un don de Dios la criatura que él engendra. Por esta razón, los hijos pertenecen antes a Dios que a sus mismos padres: y esta verdad es muy rica en implicaciones tanto para los unos como para los otros.
Los padres se convierten en instrumentos del Padre celestial en la apasionante empresa de formar a los propios hijos. Justamente el mayor negocio familiar es la formación de los hijos para que estos alcancen el cumplimiento de su misión y no pueden nunca sentirse dueños de sus hijos. Su inmensa labor va encaminada a educarlos de manera que correspondan a la relación privilegiada que mantienen con el Padre celestial, del cual, como Jesús deben ocuparse más que de sus padre terrenos [1].
La familia es, a la luz del Evangelio, el ambiente primero y fundamental en el que despunta y se manifiesta la vocación cristiana. Es junto a los padres donde deben madurar los jóvenes, hijos e hijas, para su específica vocación que cada uno de ellos recibe de Dios. Y una bendición particular es la vocación al servicio de Dios, a una entrega total a Cristo por el bien del prójimo. Así como la vocación de Jesucristo se manifestó en la Familia de Nazaret, así la vocación nace y se manifiesta hoy en la familia. Y cuando esta vocación general se revela como llamada particular a dejarlo todo, entonces la familia cristiana se demuestra también aquí, y sobre todo aquí, como el lugar privilegiado donde la semilla puesta por Dios en el corazón de los hijos puede arraigar y madurar; el lugar donde se revela en grado más elevado la participación de los padres en la misión sacerdotal de Cristo mismo [2].
La familia cristiana es la única sociedad en la que se quiere a la persona por lo que es y no por lo que tienen. Estas afirmaciones hasta ahora expuestas y las que siguen no le hagan pensar al lector que no tengo los pies en el suelo e ignoro la actual frecuente problemática familiar que empapa la sociedad actual. Sencillamente es conocimiento de la historia y de la interacción histórica de la Iglesia en ella en estos veintiún siglos.
La familia o Iglesia doméstica como la denomina el Concilio ecuménico último constituye la escuela primigenia y fundamental para la formación de la fe. El padre y la madre reciben en el sacramento del Matrimonio la gracia y la responsabilidad de la educación cristiana en relación con los hijos, a los que testifican y transmiten a la vez los valores humanos y religiosos.
De ellos hemos aprendido las primeras palabras, las primeras oraciones, las virtudes cristianas; desde la laboriosidad, la sinceridad, el espíritu de servicio, etc. Con esos gestos de amor, los hijos aprenden también a abrirse a los otros, captando en la propia entrega el sentido del humano vivir. Los padres, al comportarse de tal manera que los hijos encuentren en ellos un modelo vivo humanidad madura, y puedan, basándose en este modelo, construir gradualmente la propia madurez humana y cristiana [3].
Junto con la familia la escuela ocupa un papel esencial por la inestimable ayuda que ofrece a la hora de ejercitar la libertad para seguir el designio que Dios tiene para cada uno. No se nos oculta a nadie que hoy, la multiplicidad y la contradicción de los mensajes culturales y de los modelos de vida que impregnan el ambiente en el que vive la juventud, amenazan con alejarla de los valores de la fe, incluso cuando crece en familias cristianas.
Los padres, pese al diverso grado cultural que posean y a los medios económicos no muy boyantes más en la actual crisis económica hacen filigranas por dar la mejor educación humana posible a sus hijos. Los decretos, de exclusivo interés político, que agreden esta institución están llamados a fracasar. La verdad expuesta, es la que como la buena música resiste el paso del tiempo.
La escuela católica que no se limita a dar una formación meramente doctrinal, sino que se propone aquel ambiente educativo en el que es posible vivir la experiencia comunitaria de la fe, de oración y de servicio, puede tener un papel importante y decisivo en asegurar a los jóvenes una orientación de vida inspirada en la sabiduría del Evangelio. Pero la educación impartida en la escuela católica, debiendo formar en el sentido cristiano de la vida, no podrá eludir el problema de la opción vocacional.
Una enseñanza que no haga al alumno plantearse los grandes interrogantes de la vida y de la muerte, de la salud y de la enfermedad, del sufrimiento y el placer, de la Providencia divina que se esconde en las tragedias cotidianas, grandes o menudas, será siempre una enseñanza mediocre, que produce angustia.
Es necesario que los educadores cristianos preparen para la vida a los alumnos. Y, ¿qué significa preparar para la vida sino ayudar a tomar conciencia del proyecto divino que cada uno lleva grabado dentro de sí? Educar significa ayudar a descubrir la propia vocación en la Iglesia y en la sociedad humana. Una escuela que educa debe hablar de vocación no sólo de forma genérica sino indicando las diversas modalidades en las que se concreta la llamada fundamental al don de sí mismo, comprendida la de una entrega total a la causa del Reino de Dios. Todos los educadores de la escuela católica, sean religiosos o seglares, gradualmente y con discernimiento de fe, han de hacer resonar, de forma personal también, la llamada de Cristo y de su Iglesia.
Se trata de ponerles ante sus propias responsabilidades, ante el proyecto divino para el que han sido creados y que luego decidan libremente. Ayudar a tomar conciencia de la propia vocación es necesario, pero no es suficiente. No basta conocer para tener la fuerza de actuar. Ha de prestar una valiosa ayuda a la elección vocacional, aportando motivaciones, favoreciendo experiencias y creando un ambiente de fe, de generosidad y de servicio que pueda librar a los jóvenes de aquellas condiciones que hacen aparecer no apetecible o imposible la respuesta a la llamada de Cristo [4].
La influencia de buenos sacerdotes es otro hito en el descubrimiento misterioso del designio divino para el individuo. Como recuerda Benedicto XVI en su última Encíclica, la actuación de un párroco le edificó sobremanera: Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal [5].
Hace falta entender que construir la vida, el futuro, exige también la paciencia y el sufrimiento. La Cruz no puede faltar en la vida de los jóvenes y dar a entender esto no es fácil. El montañero sabe que para hacer una buena experiencia de escalada tendrá que afrontar sacrificios y entrenarse, así también el joven tiene que entender que en la escalada al futuro de la vida es necesario el ejercicio de una vida interior. Así pues personalización y socialización son las dos indicaciones que tienen que compenetrar las situaciones concretas de los desafíos de hoy: los desafíos del afecto y los de la comunión. Estas dos dimensiones permiten abrirse al futuro y mostrar que el Dios de la fe, que a veces es difícil, es también mi bien en el futuro [6].
Todavía hay un tiempo destinado a la formación y al discernimiento: el seminario La formación, tiene varias dimensiones que convergen en la unidad de la persona: esa comprende el ámbito humano, espiritual y cultural. Su objetivo más profundo es el de hacer conocer íntimamente aquel Dios que en Jesucristo nos ha mostrado su rostro. Por esto es necesario un estudio profundo de la Sagrada Escritura como también de la fe y de la vida de la Iglesia, en la cual la Escritura permanece como palabra viva. Todo esto debe enlazarse con las preguntas de nuestra razón y, por tanto, con el contexto de la vida humana de hoy. Este estudio, a veces, puede parecer pesado, pero constituye una parte insustituible de nuestro encuentro con Cristo y de nuestra llamada a anunciarlo. Todo contribuye a desarrollar una personalidad coherente y equilibrada, capaz de asumir válidamente la misión presbiteral y llevarla a cabo después responsablemente. Cuanto más conoces a Jesús, más te atrae su misterio; cuanto más lo encuentras, más fuerte es el deseo de buscarlo. Es un movimiento del espíritu que dura toda la vida, y que en el seminario pasa como una estación llena de promesas, su primavera [7].
Pedro Beteta López. Doctor en Teología y Bioquímica
Notas al pie:
[1] Cfr. Juan Pablo II, Homilía en la Misa, Pratto, (Italia), 19-III-1986.
[2] Cfr. Juan Pablo II, A las familias, Cuenca, (Ecuador), 31-I-1985.
[3] Cfr. Juan Pablo II, Ángelus, 26-XII-1982.
[4] Cfr. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, 2-II-1988.
[5] Benedicto XVI, Caritas in veritate, 2.
[6] Cfr. Benedicto XVI, Discurso a los sacerdotes de la diócesis de Aosta, 25-VII-2005.
[7] Ibídem.
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