Muchos conocen la paternidad de la frase que utilizo como título de esta columna
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Supongo que a estas alturas mis lectores saben que soy miembro del Opus Dei, y muchos conocen la paternidad de la frase que utilizo como título de esta columna. Responde a una de esas grandes síntesis de San Josemaría, que tengo muy presente hoy, cuando escribo en el 65º aniversario de la ordenación sacerdotal de los tres primeros sacerdotes de la hoy Prelatura.
La confirió don Leopoldo Eijo y Garay en la capilla del palacio episcopal de Madrid, delante del retablo que enmarca ahora a la Virgen de la Almudena en la catedral diocesana.
En aquella circunstancia histórica, el fundador sentía en su corazón tener que dar ese paso, pues amaba con toda su alma el mundo, y era consciente de la fuerza apostólica de los laicos. Pero llegaba un momento en que se topaban con lo que llamaba el muro sacerdotal: era necesaria la colaboración de presbíteros que conociesen a fondo y participasen de veras de una mentalidad laical.
Quedaba patente desde el primer instante la radicalidad del servicio pastoral del clero incardinado en la entonces Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Por eso, alma sacerdotal y mentalidad laical resultaban comunes a clérigos y seglares, sin distinción alguna en este punto, como exigencia de una misma e idéntica llamada divina.
Vengo dando vueltas a estas ideas hace bastante tiempo, desde que se ha ido asentando en algunos países de Europa especialmente en España, desde el tardofranquismo, una importante deriva hacia el laicismo. Estuvo muy presente, como algunos recordarán, en las discusiones de las Cortes constituyentes, y se llegó a una solución conciliadora en el artículo 16, como en tantos otros puntos, siempre desde el radical principio de la plena admisión de la libertad religiosa: renuncia a la confesionalidad del Estado, pero invitación a relaciones cooperativas con la Iglesia católica y las demás confesiones, en reconocimiento de su realidad sociológica.
Ante las mayores demandas de laicismo, han surgido reacciones a la contra que adoptan viejas formas clericales, que no son de recibo en estos tiempos, a mi modesto entender. Comprendo el enfado de quienes se sienten agredidos. Pero recuerdo que los problemas son más complejos de lo que parecen.
El dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios no es tan sencillo, como muestra aquella parte del Derecho Canónico que estudiábamos en la Complutense con Pedro Herranz en los capítulos de Derecho público eclesiástico.
En la historia larga de la Iglesia se había dado de todo: hierocracia, investiduras, cesaropapismos, recientes josefinismos y derechos de patronato regio o de presentación con seisenas y ternas, vigentes en España hasta la renuncia del Rey don Juan Carlos.
La misión del sacerdote es incomparable, como recuerda el Papa en su reciente Carta con el Cura de Ars: ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo. Pero el sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros.
Esa perspectiva de servicio evita los clericalismos y asegura, también en los seglares, la mentalidad laical: unos y otros se sentirán hijos de sus obras, como puntualiza don Quijote a Sancho.