La ética de la realización personal es la corriente más poderosa de la sociedad actual
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La descomposición de lo social y la apelación al individualismo, como principio de la nueva moral, han debilitado todas las estructuras de acogida, que en otros tiempos aseguraban al individuo protección, reconocimiento y afecto. Es como si de repente se hubiese creado un nuevo orden social que obliga al individuo a vivir en tierra de nadie y a crearse su propio mundo.
Se percibe la vida en comunidad como una forma de privación de libertad, como una atadura. No se capta el valor de la ayuda mutua, ni la riqueza de la interacción intergeneracional propia de las comunidades tradicionales como la familia, el clan o la tribu. A pesar de ello, son muchos los que observan que este estilo de vida individualista, además de ser muy costoso económicamente, es muy vulnerable a las crisis.
Asistimos junto al proceso de desinstitucionalización otro cada vez más creciente de individualización como característica más importante de nuestro sistema de valores. La ética de la realización personal es la corriente más poderosa de la sociedad actual. El ser humano que elige, decide y aspira a ser el autor de su propia vida y el creador de una identidad individual, se ha convertido en el protagonista de nuestro tiempo. Este culto a la propia realización personal y profesional es incompatible con categorías como el sacrificio, la donación, el cuidado de los otros o la entrega generosa. El cálculo de beneficios personales está en la raíz de la mente individualista.
El creciente proceso de individualización ha derivado, necesariamente en la privatización de la vida. El individualismo ha llegado a ser la configuración ideológica actual, el patrón de interpretación de un mundo sin horizonte que la propia experiencia privada: privada en el sentido de autorreflexión y privada también en el sentido de mercantilizada.
Es un mundo sin dimensión común que sólo se nos aparece desde nuestros universos fragmentados; es el escenario en el cual el individuo ha llegado, por un lado, a culminar la omnipotente fantasía de la Modernidad que se resume en el ideal de llegar a ser hijo de sí mismo, y por otro, se configura la locura de un sistema que asume en su interior a cada individuo de manera totalmente autónoma. De este modo, el individuo postmoderno nace liberándose no sólo de las ataduras de la tradición y de los vínculos de la comunidad, también de la deuda que nos vincula como seres que estamos juntos en el mundo.
El individualismo ha roto casi todos los vínculos sociales. Los grupos de proximidad: la familia, los compañeros, el medio escolar o profesional, se manifiestan en una abierta crisis, dejando al individuo sin familia y sin amparo; al extranjero o al inmigrante en la desprotección y abandono, en la exclusión o marginalidad. En este universo individualista muy diversificado muchos buscan y encuentran un sentido en la realización de sus propios objetivos y retos profesionales, pero no en las instituciones sociales y políticas. Sólo cuando se produce la quiebra, la fractura personal, se echa de menos la presencia de un tú, de un entorno cálido, de una comunidad de ayuda.
En el trasfondo del modelo individualista, late una falsa antropología de la autosuficiencia que no integra la verdad última del ser humano: su dependencia y vulnerabilidad. Cuando todo va bien, es fácil ser individualista; pero cuando los problemas de salud o la precariedad económica acechan, experimentamos el deseo de comunidad, de vínculos sólidos, de protección de los otros.
Si antes, en la sociedad tradicional, la familia, junto con la escuela, garantizaba la socialización de las jóvenes generaciones mediante la interiorización de normas, valores y patrones de conducta, ahora, en la sociedad postmoderna, esta función socializadora se ve seriamente amenazada. La apropiación o interiorización de normas o valores ya no va paralela a la socialización.