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Homilía del Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría, el pasado 26 de junio, con motivo de la festividad de San Josemaría, en la Basílica de San Eugenio, de Roma.
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Queridos hermanos y hermanas.
Ofrecemos hoy a Dios el Santo Sacrificio de la Misa en la memoria litúrgica de San Josemaría Escrivá, a quien el Señor ha suscitado en la Iglesia (...) para proclamar la vocación universal a la santidad y al apostolado.
Lo hacemos uniéndonos a los miles de personas que, en todo el mundo, dan gracias Dios por el don que ha hecho a la Iglesia y al mundo entero con este sacerdote ejemplar y santo. Efectivamente, son innumerables los hombres y las mujeres de toda edad, nación y condición social, que han aprendido a amar y seguir a Jesús gracias a las enseñanzas y al ejemplo de san Josemaría.
Han pasado ya 34 años de la muerte de san Josemaría. En este tiempo, el influjo de su figura no ha dejado de crecer, y el recurso a su intercesión se difunde continuamente. Se confirma la actualidad del mensaje que Dios le confió para que lo hiciese fructificar en beneficio de la Iglesia entera, con su respuesta generosa y total a la llamada que el Señor le hizo cuando era aún un adolescente. San Josemaría contó varias veces aquellos momentos inefables en los que Dios le hizo barruntar la existencia de un designio de amor y de una misión específica para su vida. La respuesta de aquel muchacho, que entonces sólo tenía 15 ó 16 años, fue un acto de generosa apertura a la Voluntad de Dios, una respuesta de amor total e incondicional que le llevó a hacerse sacerdote, como manifestación de particular disponibilidad a una llamada de la que no conocía aún los detalles. Desde ese momento, y durante toda la vida, San Josemaría fue un enamorado de Dios, que amó apasionadamente también el mundo y a las personas de todos los tiempos, a las que supo contagiar esta pasión. La fiesta de hoy nos recuerda que entre el Creador y cada criatura se renueva u diálogo de amor semejante: acudamos a la intercesión de este sacerdote santo para que nos ayude a responder con generosidad y alegría al designio que Dios tiene para cada uno de nosotros.
Cuando exhortaba a los fieles a rezar por la santidad de los sacerdotes, solía decir que un sacerdote no va solo al Cielo: va siempre rodeado de una cohorte de almas. Las almas que ha acercado a Dios con los sacramentos, con la predicación, con la oración, con el celo sacerdotal, con la caridad pastoral. Por eso es necesario rezar cada día para que el Espíritu Santo suscite muchos sacerdotes santos en la Iglesia y para que todos seamos cada vez más conscientes de nuestra alma sacerdotal. Es un deber de todos: hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, enfermos y personas sanas... Todos hemos de tener presente constantemente esta intención: con la oración, ofreciendo las contrariedades de la vida y pequeñas mortificaciones, realizando bien el trabajo profesional, con rectitud de intención y en presencia de Dios. De este modo responderemos a la recomendación de Jesucristo: la mies es mucha y los obreros son pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies (Mt 9, 37-38).
Esta petición, que es siempre necesaria, se revela de particular actualidad a propósito de las vocaciones sacerdotales. Hace una semana que el Santo Padre Benedicto XVI ha inaugurado un Año sacerdotal, con la finalidad de obtener del Señor el don de muchos sacerdotes santos en el mundo entero. ¿Cómo estamos rezando por esta intención? ¿Estamos convencidos de que ninguno puede sustituirnos en este deber personalísimo?
La vida del cristiano es siempre una existencia sacerdotal, como enseñan los santos Apóstoles Pedro y Pablo, Patronos de Roma y de la Iglesia universal, cuya solemnidad litúrgica celebraremos dentro de pocos días. El Príncipe de los Apóstoles, en su primera carta, lo expresa del siguiente modo: vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en propiedad, para que pregonéis las maravilla de Aquel que os llamó de las tinieblas a su admirable luz (1 Pe 2, 9). Y San Pablo escribe en la Carta a los Romanos: os exhorto, por tanto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como ofrenda viva, santa, agradable a Dios: éste es vuestro culto espiritual (Rm 12, 1).
Todos los cristianos participan, con el Bautismo, del sacerdocio de Cristo: hemos recibido el sacerdocio común, diverso esencialmente del sacerdocio ministerial propio de los ministros sagrados, pero no por eso menos necesario: ambos, el sacerdocio de los fieles y el de los presbíteros, cada uno a su modo, son imprescindibles para el cumplimiento de la misión que Cristo ha confiado a la Iglesia para la salvación del mundo. Esta enseñanza del Magisterio, que se ha proclamado de modo especialmente solemne en el Concilio Vaticano II, fue predicada y difundida por san Josemaría desde el momento de la fundación del Opus Dei, el 2 de octubre de 1928.
Sacerdotes y laicos constituyen, pues, en la Iglesia, una sola familia de hijos de Dios. En este sentido, como afirmaba san Josemaría, ni como hombre, ni como fiel cristiano el sacerdote es más que el seglar [1]. Configurados en Cristo, por virtud del Bautismo, todos somos miembros con la misma dignidad en el Cuerpo místico e igualmente responsables del cumplimiento de la misión de la Iglesia, que cada uno realiza de modo específico. Luego, en los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles. Por tanto, aunque sería un error defender que un sacerdote es más fiel cristiano que cualquier otro fiel, puede, en cambio, afirmarse que es más sacerdote: pertenece, como todos los cristianos, a ese pueblo sacerdotal redimido por Cristo y está, además, marcado con el carácter del sacerdocio ministerial [2].
Por la fuerza misma de la ordenación sacerdotal, el presbítero se dedica completamente al servicio del Pueblo de Dios, mediante las acciones específicamente sacerdotales: la predicación de la Palabra de Dios, la administración de los sacramentos, en particular del sacramento de la Reconciliación y de la Eucaristía, y de la guía pastoral de las almas. Porque sin sacerdocio, sin sacerdotes, no habría Iglesia.
San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, decía que el «el Sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús». Y Benedicto XVI comenta: «Esta expresión conmueve y nos permite evocar con ternura y reconocimiento el inmenso don que los sacerdotes constituyen no sólo para la Iglesia, sino también para toda la humanidad. Pienso en todos aquellos sacerdotes que ofrecen a los fieles cristianos y al mundo entero la humilde y cotidiana propuesta de las palabras y los gestos de Cristo, buscando unirse a Él con el pensamiento, la voluntad, los sentimientos y el estilo de toda la existencia personal. ¿Cómo no destacar sus fatigas apostólicas, su servicio infatigable y escondido, su caridad por todos? ¿Y qué decir de la valiente fidelidad de tantos sacerdotes que, incluso entre dificultades e incomprensiones, son fieles a su vocación: la de amigos de Cristo, llamados por Él particularmente, elegidos y enviados?» [3].
Volvamos a los textos propios de la Misa de hoy. La Colecta, después de poner de relieve que san Josemaría ha sido llamado por Dios a proclamar la vocación universal a la santidad y al apostolado, añade: concédenos, por su intercesión y su ejemplo, que en el ejercicio del trabajo ordinario nos configuremos a tu Hijo Jesucristo y sirvamos con ardiente amor a la obra de la Redención.
El trabajo cotidiano y las circunstancias normales de la vida constituyen el campo específico donde se desarrolla el empeño laical en la búsqueda de la santidad y del apostolado. En este contexto se inserta un punto muy importante de la espiritualidad propuesta por san Josemaría: hacer todas las cosas con alma sacerdotal y mentalidad laical. Con otras palabras, esto significa que a los fieles laicos se les pide que desempeñen su profesión y todas las demás obligaciones familiares y sociales con la mentalidad propia de las personas que son llamadas a trabajar en medio del mundo y, al mismo tiempo, con aquel espíritu sacerdotal que es una característica derivada de la vocación cristiana.
Para esto os invito a meditar otras palabras de san Josemaría que se refieren en particular a los fieles laicos: todos vosotros tenéis alma sacerdotal, arraigada en los caracteres sacramentales del bautismo y de la confirmación. Alma sacerdotal, que no sólo ponéis en acto cuando participáis en el culto litúrgico y sobre todo en el sacrificio eucarístico, raíz y centro de nuestra vida interior, sino en todas las actividades de vuestra vida [4].
En Forja, además, ofrece un consejo específico: si actúas vives y trabajas cara a Dios, por razones de amor y de servicio, con alma sacerdotal, aunque no seas sacerdote, toda tu acción cobra un genuino sentido sobrenatural, que mantiene unida tu vida entera a la fuente de todas las gracias [5].
San Josemaría predicó incansablemente este mensaje, hasta aquella mañana del 26 de junio de 1975 en la que, alrededor de una hora después de haber hablado de estos temas en una reunión, el Señor lo llamó a Sí. También es obligación nuestra hacer presente este mensaje, descubrir a tantas y tantos amigos y colegas la belleza de esta realidad: todos estamos llamados a la santidad, que es unión con Jesucristo y plenitud del amor, y que puede alcanzarse en cualquier condición, edad y lugar.
Lo repetiremos dentro de poco con palabras de la liturgia: Recibe, Padre santo, estos dones que te ofrecemos en la conmemoración de san Josemaría, para que, por el sacrificio de Cristo ofrecido en el ara de la Cruz, que se hace presente en el sacramento, quieras santificar todas nuestras obras.
Confiamos a la intercesión de la Virgen todas estas aspiraciones, bien unidos a la Persona y a las intenciones del Romano Pontífice. Madre nuestra, obtén de tu Hijo para nosotros una mies abundante de sacerdotes santos, forjados a la medida del Corazón de Cristo, que con su ministerio, con su ejemplo y con su oración abran de par en par las puertas de la vida eterna a muchas almas. Así sea.
[1] San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
[2] Ibid.
[3] Benedicto XVI, Carta a los sacerdotes con motivo del Año sacerdotal, 16-VI-2009.
[4] San Josemaría, Carta 6-V-1945, n. 27.
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