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George Orwell no llegó a vivir las desviaciones de la medicina de nuestros días, pero supo analizar el fenómeno de la deshumanización de la ciencia y llegar a descubrir el remedio: un científico no puede considerarse tal si no posee una formación humanística y el consiguiente espíritu crítico ante la ciencia pura.
Este texto, publicado en Tribune en 1945, goza de una extraordinaria actualidad.
* * *
En el Tribune de la semana pasada, había una carta interesante de Mr. J. Stewart Cook, en la que sugería que el mejor modo de evitar el peligro de una «jerarquía científica» sería intentar que todo ciudadano fuera educado científicamente tanto como se pudiera. A la vez, los científicos saldrían de su aislamiento y se animarían a tomar parte activa en la política y en la administración.
Considerando globalmente la propuesta, pienso que la mayor parte de nosotros estaríamos de acuerdo con ella, pero me doy cuenta de que, como es habitual, Mr. Cook no define la ciencia y se limita a dar a entender, de pasada, que se refiere a ciertas tendencias exactas cuyos experimentos pueden hacerse en serie en el laboratorio. Así, la educación del adulto tiende a «relegar los estudios científicos en favor de materias literarias, económicas y sociales», sin considerar, aparentemente, a la economía y a la sociología como ramas de la ciencia. Este punto es de gran importancia.
La palabra ciencia se usa actualmente como mínimo con dos significados y toda la cuestión de la educación científica se encuentra oscurecida por la costumbre actual de saltar de un significado al otro.
Se asume generalmente que ciencia significa o (a) las ciencias exactas, como la química, la física, etc., o (b) un método de pensar que obtiene resultados verificables razonando lógicamente a partir de los hechos observados.
Si usted le pregunta a cualquier científico, o incluso a casi toda persona culta «¿Qué es la ciencia?», recibirá probablemente una respuesta que se aproxima a (b). Sin embargo, en la vida cotidiana, tanto al hablar como al escribir, cuando la gente dice «ciencia» quiere dar a entender (a). Ciencia significa algo que sucede en un laboratorio: la misma palabra evoca una imagen de gráficos, tubos de ensayo, balanzas, mecheros Bunsen y microscopios. Al biólogo, al astrónomo, o incluso al psicólogo y al matemático, se le llama «hombre de ciencia»: a nadie se le ocurre aplicar estos términos al hombre de estado, al poeta, al periodista y mucho menos al filósofo. Y, cuando dicen que la juventud debe ser educada científicamente quieren decir, casi invariablemente, que habría que decirles más cosas de la radiactividad, o de las estrellas, o de la fisiología de sus propios cuerpos, y no que habría que enseñarles a pensar con más precisión.
Esta confusión de significado, que es parcialmente deliberada, encierra un gran peligro. En la demanda de una educación más científica está implícita la pretensión de que, si uno ha aprendido a enfrentarse científicamente con una materia, tendría que ser más inteligente al enfrentarse con cualquier materia que alguien que no haya tenido ese entrenamiento. Se supone que las opiniones políticas de un científico, sus opiniones en asuntos sociológicos o morales, en filosofía o incluso en arte, serán más valiosas que las de un lego. En otras palabras, el mundo sería un sitio mejor si los científicos tuvieran el control. Pero un «científico», como acabamos de ver, significa, en la práctica, un especialista en una de las ciencias exactas. De aquí se sigue que un químico o un físico, por ser lo que es, es políticamente más inteligente que un poeta o un jurista, por ser lo que son. Y, de hecho, hay ya millones de personas que se creen esto.
Pero, ¿es realmente cierto que un «científico», en este sentido restringido, es igual a cualquier otra persona a la hora de enfrentarse con problemas no científicos de un modo objetivo? No hay mucho fundamento para pensar así. Veamos una prueba sencilla: la capacidad para resistir el nacionalismo. Se dice muy a menudo que «la ciencia es internacional», pero, en la práctica, los trabajadores científicos de todos los países cierran filas tras sus propios gobiernos con menos escrúpulos que los que sienten los escritores y los artistas. La comunidad científica alemana, en su conjunto, no opuso resistencia a Hitler. Puede que Hitler haya arruinado las expectativas a largo plazo de la ciencia alemana, pero todavía había abundancia de hombres de talento para hacer las investigaciones necesarias en asuntos como el petróleo sintético, los aviones de reacción, los proyectiles cohete y la bomba atómica. Sin ellos, la máquina de guerra alemana nunca hubiera podido articularse.
Por otra parte, ¿qué pasó con la literatura alemana cuando los nazis llegaron al poder? Creo que no se ha publicado ninguna relación exhaustiva, pero imagino que el número de científicos alemanes judíos aparte que se exiliaron voluntariamente o que fueron perseguidos por el régimen fue mucho más pequeño que el de escritores y periodistas. Y, algo más siniestro aún, muchos científicos alemanes se tragaron la monstruosidad de la «ciencia racial». Se pueden leer algunas de las declaraciones, haciendo constar sus nombres, en el libro The Spirit and Structure of German Fascism, del profesor Brady.
Pero, de formas ligeramente distintas, es la misma imagen en todas partes. En Inglaterra, una gran proporción de nuestros mejores científicos aceptan la estructura de la sociedad capitalista, como puede verse por la liberalidad con que les conceden el título de Sir, baronías o incluso les nombran Pares. Desde Tennyson, ningún escritor inglés digno de leerse podría, quizás, hacerse una excepción de Sir Max Beerbohm ha recibido ningún título. Y los científicos ingleses que rechazan abiertamente el status quo son, con frecuencia, comunistas, lo que significa que, por muy intelectualmente escrupulosos que puedan ser en su propia línea de pensamiento, están dispuestos a olvidarse de críticas o incluso a ser trapaceros en algunas materias. El hecho es que el mero aprendizaje de una o más ciencias exactas, incluso combinado con las mejores dotes naturales, no garantiza un punto de vista crítico o humano. Los físicos de media docena de grandes naciones, que trabajan febril y secretamente sobre la bomba atómica, son la demostración.
¿Significa esto que la gente en general no debería ser educada más científicamente? ¡Justo al contrario! Todo esto significa que la educación científica de las masas producirá muy pocos beneficios y probablemente mucho daño si se reduce simplemente a más física, más química, más biología, etc., en detrimento de la literatura y de la historia. El efecto probable en el ser humano medio sería el empequeñecimiento de su gama de pensamientos y hacerle desdeñar, más que nunca, los conocimientos que no posee: y sus reacciones políticas serán probablemente algo menos inteligentes que las de un campesino analfabeto que conserva unos pocos recuerdos históricos y un sentido estético aceptablemente bueno.
Evidentemente, educación científica debería significar la implantación de unos esquemas mentales racionales, críticos y experimentales. Debería significar la adquisición de un método un método que pueda ser usado para enfrentarse con cualquier problema y no solamente dejar establecidos (en los estudiantes) un montón de hechos. Considerada de este modo, el apologista de la educación científica estará normalmente de acuerdo. Presiónele más, pídale que precise, y vuelve a surgir siempre que la educación científica significa más atención a las ciencias exactas, en otras palabras, más hechos. La idea de que ciencia significa un modo de enfrentarse con el mundo, y no simplemente un cuerpo de conocimientos, es muy resistida en la práctica. Pienso que la razón de esto es, en parte, un verdadero celo profesional. Porque, si la ciencia es simplemente un método o una actitud, ¿qué queda entonces del enorme prestigio del que ahora disfrutan los químicos, los físicos, etc., y de su pretensión de ser más sabios que el resto de nosotros?
Hace unos cien años, Charles Kingsley describió la ciencia como «fabricar olores apestosos en un laboratorio». Hace un año o dos, un químico industrial, joven, me dijo, con aire satisfecho, que «no veía para qué sirve la poesía». El péndulo va así de un lado al otro, pero no me parece que una actitud sea mejor que la otra. Por el momento, la ciencia está en ascenso y, por tanto, oímos y nos parece recta la petición de que las masas deberían educarse científicamente; pero no oímos, como deberíamos oír, la contrapropuesta de que los científicos se beneficiarían con un poco de educación. Poco antes de escribir estas líneas, vi en una revista americana la noticia de que unos físicos americanos e ingleses rehusaron desde el comienzo participar en la investigación sobre la bomba atómica, pues sabían el uso que se haría de ella. Aquí tenemos un grupo de hombres sensatos en medio de un mundo de lunáticos. Y, aunque no han publicado nombres, pienso que sería una conjetura acertada pensar que todos son personas con algún tipo de cultura general fundamental, con algunas relaciones con la historia o la literatura o las artes; en dos palabras, gente cuyos intereses no son, en el sentido corriente del término, puramente científicos.
George Orwell
(Traducción de Antonio Pardo)
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