La cultura, como antiguamente las ciudades, hace a los hombres libres
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No hace mucho pasé por la Facultad de Derecho de la Complutense, donde comencé mi carrera. Allí sigue el gran aula magna, famosa por los masivos exámenes con don Federico de Castro
, hasta que fue sustituida en mi memoria por el gran acto que presidió Juan Pablo II el 3 de noviembre de 1982 con los representantes del mundo universitario y cultural.
En aquella memorable ocasión, el Papa repitió unas palabras que había usado por ver primera, salvo error por mi parte, en el documento de creación unos meses antes del correspondiente Consejo pontificio: "Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida".
Fue una constante de su pontificado, desde la encíclica Redemptor Hominis, de marzo de 1979, en parte programática y en parte profética. Arrancaba refiriéndose a la proximidad del año dos mil: Es difícil decir en estos momentos lo que ese año indicará en el cuadrante de la historia humana y cómo será para cada uno de los pueblos, naciones, países y continentes, por más que ya desde ahora se trate de prever algunos acontecimientos. Para la Iglesia, para el Pueblo de Dios que se ha extendido aunque de manera desigual hasta los más lejanos confines de la tierra, aquel año será el año de un gran Jubileo.
A la cultura dedicó gran espacio el Concilio Vaticano II, especialmente en Gaudium et Spes. Y lo ha recordado Benedicto XVI en una audiencia, al evocar a los santos copatronos de Europa Cirilo y Metodio. Constituyen un ejemplo clásico de lo que hoy se llama enculturación: cada pueblo debe calar en su propia cultura el mensaje revelado y expresar la verdad salvífica con su propio lenguaje.
No se trata sólo de lenguaje, sino de comunicación humana en el sentido más amplio, de la apertura clásica a los trascendentales, que no excluye en modo alguno la novedad, según la feliz expresión de Séneca a su madre Helvia: "Al hombre se le ha dado un alma (mens) móvil e intranquila. Nunca se detiene, va de acá para allá y proyecta sus pensamientos a todas las cosas conocidas y desconocidas. Vagabunda, no soporta la quietud y se goza en las novedades (nouitate rerum laetissima).
Suele decirse que, en tiempos de crisis económica, los primeros en caer son los gastos en cultura. Bien lo saben los libreros, a pesar de los datos positivos de una Feria de Madrid sin lluvia. Pero, en conjunto, y a pesar de sus avances, España sigue sin estar a la altura que ha ido alcanzando en otros aspectos del desarrollo social. Mis amigos creyentes conocen mi obsesión contra el fideísmo, herejía latente del catolicismo hispano.
Estos días, tras leer la rabieta de Almodóvar con los críticos, que ha llegado hasta la portada de Le Monde, me reafirmo en la necesidad de trabajar sin complejos para hacer más cultura en tiempos complejos. Hay que saber apoyar iniciativas ajenas, con capacidad de aplauso. No todo va a ser financiación pública de actividades sin público (es decir, privadas de público, no privadas en cuanto carentes de fondos oficiales).
La cultura, como antiguamente las ciudades, hace a los hombres libres. Es más que un salvavidas, como decía José Antonio Marina. Aunque efectivamente salva de la cultura de la sospecha, para la que nada ni nadie es de fiar, ni siquiera la razón.