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En una sociedad donde cada vez son más abundantes los reclamos que atraen y revuelven las conciencias de los hijos, la comunicación con los padres se revela como un aspecto fundamental en la educación, en donde se pone en juego la felicidad de cada hijo y la armonía familiar.
Fernando Alberca, filólogo, pedagogo y padre de seis hijos, nos asegura que buena parte del problema y, por tanto, de la solución, se centra también en una cuestión de lenguaje. Recogemos unas orientaciones prácticas tomadas de su experiencia educativa.
Como se da, se recibe
En nuestro actuar con los hijos y, en general, con toda persona con la que nos relacionemos, hay algo que no podemos olvidar nunca: en la medida en que demos a los demás lo que quieren, ellos nos darán lo que queremos.
Hay hombres que piensan: «le regalaría una caja de bombones a mi mujer, si fuera más cariñosa conmigo». Hay también patronos que piensan: «alabaría y reconocería el mérito de este trabajador si hiciera un esfuerzo extraordinario». Y hay padres que piensan: «confiaría más en mis hijos si me trajesen a casa mejores resultados en sus notas».
Es necesario aplicar la fórmula al revés: el hombre tiene que regalarle primero la caja de bombones a su mujer y, entonces, recibirá más afecto. El patrono tiene que alabar y reconocer primero el mérito del empleado, y así conseguirá más fácilmente de él un esfuerzo extraordinario. El padre tiene que expresar primero su confianza en los hijos, de esa forma, ellos, probablemente, empezarán a traer mejores notas
La medida del amor
Algunas veces podemos olvidar cuál es el gran secreto en el trato con nuestros hijos: ser consciente de que no hay nada que nuestros hijos puedan hacer para que les amemos más; no hay comportamiento, por bueno que sea, que pueda hacer que les queramos más; y no hay mal comportamiento posible que pueda llevarnos a quererles menos. Les queremos porque son nuestros hijos, independientemente de su comportamiento. Aquí se encierra pienso la clave del éxito a la hora de adoptar una determinada actitud con nuestros hijos.
Sin perder nunca de vista este criterio, para lograr hablar con nuestros hijos y que ellos lo hagan con nosotros, y que ellos te cuenten a tiempo, sintonizando con ellos, hemos de procurar centrar nuestra atención en algunos aspectos, en torno a los cuales gira esta comunicación.
Como en todos los valores, si fomentamos en nuestros hijos el hábito de hablar desde la infancia, éste permanecerá luego en todas sus etapas. Y lo lograremos si hablamos con ellos desde sus primeros meses, y lo hacemos de todo: también de lo que a ellos les interesa, de temas inoportunos, o dolorosos sin retrasar los momentos, sin buscar lugares más idóneos.
Un hijo habla sólo cuando sus padres están acostumbrados a oírle en cualquier momento, de cualquier cosa; y se explique como se explique, sin interrumpirle, aun cuando sepamos el final.
Conocer su idioma
Si es verdad, tal y como nos enseñan en la Facultad a los filólogos, que hombres y mujeres hablamos lenguajes distintos, aún es más evidente que padres e hijos hablan lenguajes diferentes. Nuestros hijos utilizan palabras y gestos distintos a los que empleamos nosotros para idénticos conceptos.
Se protegen por medio de la lógica o de la cólera, del reproche, o las explicaciones más variopintas, o por silencios, o por una temerosa retirada. Cuando un hijo nos discute, está pidiendo razones, y cuando nos dice «¡tú qué sabes!», nos está requiriendo argumentos más convincentes; y cuando nos dice «¡jo papá, es que tú eres muy antiguo!», nos exige justificaciones para dar a sus amigos que le tachan de conservador y carca; y cuando acaban la conversación con un mal gesto y un «¡desde luego es que contigo no hay quien hable! », es que ya no necesitan hablar más, que la conversación ha llegado a tablas y es él quien necesita la sensación de victoria.
A menudo, nos equivocamos también de lenguaje cuando intentamos hacerles caer en la cuenta de algún descuido: primero viene la conversación íntima, disfrazada habitualmente de charla amigable, con el fin de consolidar la sensación de unión con nuestro hijo. Muy pronto su rostro se pone serio; notamos que se pueden lastimar sus sentimientos; afloran a la superficie más o menos visibles algunas lágrimas, palabras titubeantes, y a veces antiguas heridas. Y, suponiendo que ganamos nosotros, es como derrotar a un adversario amigo. Un adversario que, sobre todo, es nuestro hijo, y nos duele. En los días sucesivos, se pasará más tiempo solo y se mantendrá apartado de nosotros. Seremos tratados con amabilidad, pero también con distancia. El rostro de nuestro hijo será el reflejo de la preocupación interior causada por el hecho de haberse equivocado.
Las sortijas y las joyas no son regalos, sino disculpas por los regalos. El único regalo es una porción de ti mismo, decía Emerson. Nuestros hijos cambian cuando nosotros cambiamos, o cuando lo procuramos, al menos. Probemos, la próxima vez que nuestro hijo nos critique o nos humille, a sonreírle, a decirle algo así como: «Gracias, hijo, por habérmelo dicho, por explicarme, al menos, cómo lo ves tú».
Nunca nos damos cuenta de lo intensamente que necesitan nuestros hijos nuestra atención. Sólo hay que quererlos como son, sin atribuirles papeles perfectos. Reír cuando ellos ríen. Llorar cuando ellos lloran. Alegrarnos con su felicidad. Sufrir cuando sufren. Salir de nosotros mismos y meternos en su interior. Estar ahí para que ellos se desahoguen con nosotros en los momentos difíciles, para ayudarles a recuperar la serenidad e, incluso a que asciendan de vez en cuando eufóricamente, a costa nuestra.
Aprender a escuchar
Escuchar es el componente más importante para que haya una buena comunicación: supone el 40 % de la misma. Sin embargo, las investigaciones demuestran que, por término medio, los padres escuchan con una eficacia del 25%, y los maestros con una del 12 %.
Además, hay tres formas de escuchar, y no siempre utilizamos la correcta:
De forma pasiva: cuando aparentamos prestar atención, pero, en lugar de concentrarnos en lo que nos están diciendo, estamos más atentos a preparar nuestras respuestas. Esta forma suele ser detectada por nuestro hijo.
De forma superficial: prestando atención a las palabras que se nos dicen, pero no al significado profundo. Esta forma, defectuosa, no es detectada.
De forma activa: prestando atención a lo que se nos dice tanto como a lo que no se nos dice. Esta es la única forma correcta. Esta forma de escuchar no sólo ayuda a comprender a nuestro hijo, sino que le estimula a seguir hablándonos, a extenderse en consideraciones, a arriesgarse a revelar más cosas sobre sí mismo, a ampliar detalles sobre sus creencias y ahondar en sus informaciones; Y es la única manera que nos permitirá conocer las verdaderas preocupaciones y apuros de nuestros hijos.
En este punto, también hay que tener en cuenta que no todo es lo que parece: la discrepancia entre lo que nuestro hijo dice y la forma de decirlo, suele indicar con frecuencia que debajo de la superficie puede haber emociones dolorosas.
El hecho de no acertar a elegir las palabras justas para expresarse, el manifestar demasiada vergüenza o el tono de voz son indicadores importantes. El énfasis, manifestado en la tensión corporal: una mueca, o una sonrisa torcida antes de nombrar a alguien o mencionar algo, nos sugiere que le da una notoriedad a ese alguien o algo.
Cuando le quita importancia a algún disgusto personal con un comentario como «No es nada. Es una tontería », podemos apostar que realmente es algo importante y que nuestro hijo no sabe cómo hablar de ello. Cuando se aparta de nosotros y procura que nuestras miradas no se crucen, nos está indicando incomodidad, vergüenza, cualquier emoción negativa y bloqueo.
También hemos de prestar nuestra atención a las burlas sobre sí mismo: pueden esconder sentimientos demasiados dolorosos para expresarlos francamente; o afirmaciones como «¡Yo nunca haría esto! » o «¡claro que no me importa! », a menudo encierran la afirmación contraria.
No han de importarnos sus silencios. Y hemos de demostrar al escucharle que nos identificamos con él. Para ello, conviene hacer comentarios muy breves, que expresen lo mismo que él ha dicho, evitando las preguntas. No nos debe dar miedo hablar con ellos con realismo de acontecimientos infelices. Algunos padres se empeñan en quitarle importancia a sentimientos de tristeza, envolviendo en una alegría artificial los sucesos que son dolorosos, e impidiendo que hagan frente a los mismos. Con nuestros hijos hemos de poder hablar de todo.
Cuando uno escucha, quien habla está dispuesto a hacer lo que el oyente le sugiere. Por tanto, cuando escuchamos a nuestros hijos, éstos están más dispuestos a seguir nuestras breves sugerencias. De nuestra capacidad de escuchar atentamente depende el grado de confianza con ellos.
Escuchar con esfuerzo
Es verdad que se requiere un verdadero esfuerzo poro escuchar cuando un hijo empieza a criticar algunos de los valores en los que nosotros creemos, menospreciando aparentemente algunos de los ideas que consideramos de vital importancia. Nos sentimos inclinados o expresar violentamente nuestras opiniones. Lo único que nos lo impide es el hecho de saber que con ello cerraríamos la puerta o un futuro de comunicación sincero. Esto es escuchar con esfuerzo.
Con nuestra buena disposición para escuchar, es necesario transmitir o nuestro hijo: «Me gusta escucharte. Eres importante poro mí. No te apresures, en este momento no tengo otra cosa más importante que hacer que prestar atención a lo que tienes que decirme».
Paro ello no debemos, por ejemplo, dudar de lo que nos dice, mostramos en desacuerdo, terminar los frases que comienzo, mirarle frío, crítico, receloso o escépticamente, interrumpirle, etc. Si tenemos alguna pregunta que hacerle, hemos de procurar dejarla para el final, así se sentirá atendido y comprendido.
Procuremos ser buenos oyentes, comprensivos. Hagamos que nuestros hijos se sientan importantes. Afrontemos su resistencia con paciencia, dando razones, siendo amables, cuidando el vocabulario; si es necesario, dándole importancia o su resistencia, sin pedirle que lo justifique, sin temor o salir perdiendo.
Hoy un dicho oriental que dice: Si un medio en el que deseas crear algo no ofrece resistencia, no te será posible producir una impresión duradera. Quizá amor de verdad a nuestro hijo es también reconocerle el derecho a oponerse a nosotros.
Terminaría con una cita de Goethe: «Hay que querer a los personas un poco más de lo que son, porque si no los haremos peor de lo que son». Con cuánto mayor razón hemos de aplicar esto norma con nuestros hijos.
No tratemos de impresionarles, dejemos que ellos nos impresionen o nosotros.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
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El marco moral y el sentido del amor humano |
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Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
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