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Es difícil hablar de laicismo sin pensar en Francia, donde la separación entre Iglesia y Estado reviste caracteres propios desde la famosa ley de 1905.
Pero el peso cultural y social de la religión católica reaparece en momentos históricos. Sucedió con la muerte del Presidente François Mitterrand, y acaba de repetirse ante la tragedia del Airbus de Air-France.
El gran homenaje nacional y ecuménico no pudo por menos de celebrarse en la catedral de Notre-Dame de París, con un guión muy respetuoso para el diálogo interreligioso, pero con la notoria presencia del presidente de la República, Nicolas Sarkozy.
Todo salió muy bien el 3 de junio, con enorme dignidad y altura. Esta vez, al menos de momento, apenas he visto las usuales críticas laicistas, que no suelen callar ante fenómenos de este estilo, a pesar de su sencilla y emocionada aceptación social.
Sólo he leído un artículo, de un escritor menor, Danièle Sallenave, aparecido cuatro días después en el diario Le Monde. En el fondo, se rebela contra cualquier homenaje público ante el dolor privado: como si el Estado no pudiera tener sentimientos ante las catástrofes que sufren sus ciudadanos.
Como si careciera de sentido la asistencia del presidente de una República laica: por tanto, presidente de todos, cualquiera que sean su confesión religiosa o su falta de convicciones.
Ese laicismo recalcitrante empobrece la convivencia. Contrasta con la magnanimidad de dirigentes con los que no es preciso estar de acuerdo para reconocer su capacidad de respuesta.
No hubo cámaras en la catedral de París, para respetar el dolor de las familias. Por eso, las fotos del 3 de junio se hicieron en la gran plaza de acceso a Notre-Dame.
Y recordé entonces que lleva desde 2006 el nombre de Juan Pablo II, una iniciativa aceptada por el alcalde socialista Bertrand Delanoë, el mismo que acaba de conceder a un líder religioso como el Dalai Lama el título de ciudadano de honor de París.
Los laicistas protestaron por el nombre de la plaza, pero ahora las críticas a Delanoë vienen del régimen de Pekín, implacable en el mantenimiento de sus posturas, aunque atenten a las libertades básicas de personas o de pueblos, como el Tibet.
Mucho se ha comentado estos años la paradoja de políticos occidentales anticatólicos que muestran una gran comprensión para el budismo o para los musulmanes dentro o fuera de Europa. Es la ley del embudo de un laicismo sospechosamente fundamentalista, muy poco constructivo.
En el fondo, sólo es agresivo en la medida en que se defiende ciegamente, sin razones. Recuerda con frecuencia la Prensa del Movimiento en España, maestra en construir falsos maniqueos para alancearlos con hipocresía. Su única eficacia, trasladar la carga de la prueba al inculpado, como en tiempos de Inquisición.
En cuanto pueda, quiero releer a Alexis de Tocqueville, que tanto ayudó a mi primera formación democrática. En su famoso viaje a América, vio claro que no puede haber democracia donde la religión coincide con la política, pero tampoco donde la política rechaza la religión.
El pluralismo laical, propio de personas libres, nunca debería ser negativo, ni para la Iglesia ni para el Estado.
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