Los sentimientos morales mucho saben y mucho nos dicen acerca de la realidad en su estructura intencional
Gaceta de los Negocios
Ante el revuelo causado por la actitud de la Mesa del Congreso hacía el Papa, le ha faltado tiempo a su presidente, el señor Bono, para hacer una encendida defensa de la Cámara y sus prerrogativas, lo que parece hasta cierto punto lógico.
De lo contrario, hubiera tenido que presentar su dimisión pero no está nuestra cosa pública para tales heroicidades, aun cuando quizá sólo el heroísmo pudiese rescatar a nuestras instituciones primordiales del tremedal en que se hayan.
Hasta aquí todo normal en este régimen que cada vez recuerda más a los epígonos de la Restauración envueltos en aquellas fantasmagorías que denunciaba con ibérica tozudez Ortega.
Sin embargo, en sus declaraciones ha deslizado el señor Bono una de esas afirmaciones rotundas y oblicuas que si no estamos con la mente despierta, se nos cuela de rondón y acaba creando fortuna, precedente y costumbre, en este caso mala costumbre.
Y es que nuestro presidente del Congreso ha afirmado que el imperio de la ley debe primar sobre los sentimientos religiosos. Ello implica que no hay ya que hacerse cuestión sobre el problema que puede mediar entre la norma política y la conciencia moral: la ley impera y los sentimientos privados, entre los que se incluyen los religiosos, han de inclinar, menesterosos, su humilde cabeza.
El sentimiento nada sabe y sólo la ley ofrece criterio de obligatoriedad, esto es, de verdad. Parece pues para el señor Bono que la moral resulta tan ancilla politicae que si osara rebelarse como Espartaco no dudaría en aplicarle todo el imperio legal, que siempre es mucho y temible. Mayor claridad, imposible.
Resulta, sin embargo, que para el mundo previo a nuestro político la cuestión de la primacía entre ley y conciencia no resultaba tan simple, más bien al revés, era extraordinariamente compleja y por eso llevaba ya 30 siglos yendo y viniendo de Atenas a Konigsberg, pasando por París, Boston y Salamanca, mismamente.
Y si no que se lo pregunten a Antígona negándose a secundar el decreto de Creonte, cuya modernidad nos estremece mucho. O, más reciente, a un Scheler que descubre que los sentimientos morales mucho saben y mucho nos dicen acerca de la realidad en su estructura intencional. Por ejemplo, que al cadáver de un hermano debemos darle entierro como nos susurra interiormente la pietas, tal que a Antígona.
Y es que no resulta tan sencillo esquivar como hace el señor Bono la pregunta de qué sucede cuando un Parlamento aprueba una ley injusta que repugna a una conciencia moral, sea o no religiosa. No sabemos si la repugnancia es o no un sentimiento religioso, pero sí que Maria Scholl o Dietrich Bonhoeffer decidieron no plegarse a las leyes del Reichstag, y todos nos lamentamos de que hubieran sido tan pocos los que repugnaran del imperium legis en los inicios nazis.
Pero no hace falta descender a aquellas tenebrosidades, porque ¿qué deberíamos hacer ante leyes tan parlamentarias como las Jim Crow Laws que regían en los estados sureños hasta 1965 prescribiendo la segregación? Según lo que parece acatarlas y no ceder nuestro asiento en el autobús ante una anciana de color, que los sentimientos son ciertamente irracionales.
Claro que no deja de resultar ciertamente curioso observar que lo que solicita el señor Bono es exactamente lo que Wolsey pedía una y otra vez a su canciller Moro: que se plegara a las exigencias de un Parlamento legalmente instituido. Pero Moro, que no tenía ninguna vocación de mártir, sí tenía en cambio un cierto respeto por su conciencia y sabía con Kant de su alta primacía.
Consuela saber que tales fidelidades a la conciencia le dan a uno gran tranquilidad: tanta que una vez en el patíbulo, tras bromear con su verdugo, Moro se despidió diciéndonos: I die being the Kings good servant, but Gods first, esto es, que moría siendo un buen siervo del Rey, pero primero de Dios.
A lo mejor por eso nos deja tan maravillados el retrato que Holbein hizo de nuestro Chancellor. Como si desprendiera toda la pureza ciertamente admirable que hay en una conciencia así, esa que ahora mismo otro canciller mucho menos delicado pretende menoscabarnos.
Ignacio García de Leániz es profesor Comportamiento Humano