Un dinero que las instituciones eclesiásticas revierten a la sociedad, en la procura del bien común
ABC
Coincidiendo con el período de presentación de las declaraciones de la renta, suele provocarse en España un debate artificioso sobre el sostenimiento económico de la Iglesia católica.
El propósito de tal debate (si es que podemos llamar debate a la acumulación de burdas mentiras) no es otro que imponer la especie de que Iglesia se «financia» con ingentes cantidades de dinero procedentes del erario público y, en última instancia, de los bolsillos de los contribuyentes.
Para ello se recurre a una argucia sofística que no resiste el más mínimo análisis racional, consistente en denominar «financiación de la Iglesia» a toda partida de dinero público que las diversas instituciones eclesiásticas reciben para sufragar los servicios que brindan a la sociedad.
Así, se incluyen en esta brumosa categoría de «financiación de la Iglesia» el dinero de los conciertos educativos, las ayudas a organizaciones asistenciales y caritativas, etcétera. Es decir, un dinero que las instituciones eclesiásticas revierten a la sociedad, en la procura del bien común; y que, por otra parte, supone un ahorro ingente para las diversas administraciones públicas.
Una plaza en la escuela concertada, por ejemplo, le cuesta al Estado la mitad que una plaza en la escuela pública; y la actividad que despliegan las asociaciones benéficas eclesiásticas no sería posible si, a las subvenciones recibidas de las administraciones, no se sumaran las aportaciones de socios y benefactores, los donativos de los propios fieles y, sobre todo, el trabajo desvelado de miles de voluntarios católicos. La Iglesia no utiliza estas partidas para «financiarse», sino para brindar a la sociedad un servicio desinteresado.
Aparte de estos servicios preciosos que diversas instituciones eclesiásticas brindan a la sociedad se halla el sostenimiento de la Iglesia propiamente dicho (esto es, el de sus ministros y de los servicios de culto), actividad que se sufraga con las aportaciones de los fieles católicos y de aquellas otras personas que, sin comulgar plenamente con los postulados de la Iglesia católica, valoran beneficiosamente su actividad.
Estas aportaciones, mayoritariamente procedentes de las colectas que la Iglesia organiza en su seno y de las donaciones de particulares, se completan con el dinero procedente de la llamada «casilla de Iglesia» de la declaración de la renta. Al marcarla, muchos millones de españoles consideran beneficioso que la voz de la Iglesia, a veces enojosa, a menudo discrepante de las modas, pero siempre leal a su misión, siga escuchándose en medio de la turbamulta contemporánea.
En el anterior ejercicio tributario, medio millón más de españoles quisieron prestar su aliento a esa voz discrepante: muchos lo harían al dictado de la fe; pero muchos otros también, desde la distancia con la fe y la práctica católicas, convencidos de que en la aportación de la Iglesia al debate antropológico y en su defensa de unos principios humanistas en medio de un clima social que galopa desbocadamente hacia la deshumanización se cifra nuestra supervivencia.
En una época de incertidumbres, en que los fundamentos éticos de nuestra convivencia se han reducido a escombros, la Iglesia ofrece a nuestra sociedad un valioso baluarte de coherencia, de incómoda coherencia si se quiere; pero el mero hecho de defender posturas incómodas cuando lo más sencillo sería dejarse arrastrar por la corriente demuestra el valor primordial e insustituible de la Iglesia.
Contribuir a su sostenimiento es reconocer su aportación al enriquecimiento de lo «específicamente humano», prestar nuestra adhesión a un hermoso caudal de conquistas morales, culturales y espirituales al que nunca deberíamos renunciar. Y, desde luego, quienes ansían esa renuncia aplaudirán que no pongamos la cruz en esa casilla.