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¿Quién puede medir las consecuencias de un encuentro entre dos personas, aunque sólo se haya producido en una ocasión?
Es lo que plantea el padre Yves Congar (1904-1995) en un texto recogido en su libro Llamados a la vida (ed. Herder, 1988). Es ese misterio que es el encuentro entre las personas, en los acontecimientos y en las opciones humanas.
Primero, las personas. ¿Por qué el encuentro entre las personas es un misterio? Para empezar como hace Congar habría que decir que cada persona lo es, es un misterio. Hay en cada una dimensiones profundas que se nos escapan.
Juan Pablo II lo he recordado con frecuencia decía que en cada persona hay un misterio y un dolor (por eso no se puede tratar a las personas con prisas). Si añadimos el ámbito religioso, el misterio se refiere concretamente al designio divino de salvación que afecta a cada persona en el contexto de su vida y la vida del mundo.
En la perspectiva cristiana, esto tiene que ver con la Iglesia, entendida como familia de Dios y germen de la unidad familiar con Dios de toda la humanidad. Todo lo que se dice del encuentro entre las personas afecta también a la Iglesia, la familia a la que los cristianos pertenecemos.
Todo encuentro escribe Congar puede ser una ocasión de comunicar a otro y de recibir de él algo espiritual Cada uno recibe lo que puede recibir, aquello que entra en la misteriosa construcción de sí mismo que Dios conoce, pero que a nosotros se nos escapa en gran medida. No sólo no sabemos en absoluto qué aportamos a los demás, sino que tenemos que guardarnos de saber demasiado bien aquello que tenemos que aportarle: ¿cómo amar a los demás y ayudarlos en su misterio propio, en su devenir personal?
Se trata por tanto, tanto a nivel personal como eclesial, de lo que llamamos acogida, sensibilidad. ¿Qué encuentros nos tiene Dios deparados? Esto conviene tenerlo presente siempre, especialmente quienes tienen una responsabilidad directa hacia las personas, como los padres, los educadores, los médicos, los sacerdotes.
Felices aquellos que en el seno de lo cotidiano, de la rutina, de lo ordinario, saben permanecer sensibles al acontecimiento, a la llegada de algo inesperado y nuevo, como le sucedió al anciano Simeón, que supo reconocer ante sí al Mesías. En el fondo es el Espíritu Santo el que nos prepara y nos guía para los encuentros pequeños o grandes de la vida.
De modo parecido, nuestras acciones nos comprometen mucho más allá de lo que conocemos. Y concretamente las decisiones: Nuestras opciones, en realidad, tienen más alcance del que en ellas se nos propone claramente cuando tenemos que hacerlas. En el plano natural que afecta a cualquiera nunca sabemos dónde nos llevarán nuestras opciones. Por eso es importante la atención (y, podemos añadir nosotros, el pedir consejo).
En el plano de la referencia a Dios, Congar pone en primer lugar la oración. En el plano más concreto todavía del Evangelio, entonces Congar recuerda lo que decía Bossuet: la inexpresable seriedad de la vida cristiana. Entendemos nosotros que esto significa el carácter dramático, pero también la fascinación de una aventura irrepetible. Cabría también evocar a Newman, cuando aconsejaba pedir a Dios el don de la sabiduría, o a San Buenaventura, que invitaba a alzar las alas de los ojos y el corazón para percibir todas las dimensiones de la realidad.
La fe cristiana ha dicho Benedicto XVI no es ideología, sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De esta experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y de actuar: como testimonian los santos, nace una existencia marcada por el amor.
San Josemaría Escrivá predicaba que para el cristiano corriente (el fiel laico, el cristiano de la calle), el mundo y no sólo la oración es el lugar de su encuentro con Cristo. Él mismo sale a nuestro encuentro, sobre todo en la Eucaristía, donde nos encontramos también con todos los cristianos, situados ante la corresponsabilidad de la misión. Todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a identificarnos con Él, para realizar en el lugar donde estamos su misión divina.
Volviendo al texto de Congar, insiste en que con frecuencia son las primeras actitudes que se van entretejiendo en nuestra personalidad y en nuestro corazón según nuestra mayor o menor apertura a la verdad las que deciden el transcurso posterior de los acontecimientos. Por eso subraya Congar la llamada del Evangelio a la vigilancia. Porque el amo o el esposo pueden venir sin avisar, y sólo los que están atentos y preparados podrán recibirle como conviene.
Cada persona apunta hacia el final es en sí misma un absoluto. Y no podemos situarnos en lo absoluto de la realidad de manera adecuada si no es por el amor. De esta manera, el encuentro con los acontecimientos y la necesidad de hacer opciones, adquiere su pleno sentido desde el encuentro con las personas. Vale la pena recoger la conclusión misma del texto:
Nunca sabemos totalmente qué hacemos, a qué nos comprometen nuestras opciones. Nunca sabemos exactamente con quién nos encontramos. Pero, por su parte, Dios no es una esfinge que se divierte planteando enigmas a los hombres, ni tampoco un vigilante maestro malintencionado que intenta pillar a sus alumnos en falta. Él, que conoce el misterio escondido de las personas, los acontecimientos y los encuentros, nos señala en ellos nuestro lugar en una visión de misericordia y de amor. Su designio es de salvación. ¡Es aquel que ama a los hombres!.
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