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La investigación científica, bien si es especulativa como si es aplicada, constituye una expresión más, llena de significado, del señorío que posee el hombre sobre la creación. Mas sólo si se ponen al servicio del hombre en toda su integridad, éstas serán valiosas ya que le ennoblecen pero si no es así carecen de la esencia que les avalora.
No pueden de suyo, por sí solas, la ciencia y la técnica dar sentido al progreso y a la existencia humana; sin embargo, si están ordenadas al hombre en el que tienen su origen y crecimiento, reciben de la dignidad de la persona sus valores, también morales, al defender la finalidad a la que han sido llamadas.
El regalo de una nueva vida es un don de tal calibre que cualquier ser humano que lo reciba debe acogerlo con el temblor de quien toca lo divino. No es infrecuente que a los hombres se nos hagan los dedos huéspedes cuando tomamos en brazos un recién nacido.
Nuestra tosquedad natural ante prenda tan frágil lo explica perfectamente. Se comprende muy bien que haya estado a buen recaudo en ese estuche viviente y vital como es el vientre de su madre durante nueve meses. Allí, protegido, alimentado, bañado y jugando en el líquido amniótico como hará después al chapotear a la hora del baño ha disfrutado todo ese tiempo.
Este hecho misterioso por el que el Creador confía al hombre una nueva vida constituye el principio básico de todas las reflexiones que se deben hacer a la hora de esclarecer los problemas morales que surgen ante las investigaciones biomédicas o intervenciones que afectan a la vida que comienza o a los procesos de su mismo inicio. Sólo Dios es capaz de crear; es decir, de sacar algo de la nada. Y nadie más. El hombre y la mujer tienen la posibilidad de cooperar con Dios en este divino acontecimiento, pero nunca crear; de ahí que a esa participación se le llame pro-crear.
Es impresionante el progreso que han dado las ciencias biológicas y médicas en las últimas décadas. Se dispone de medios terapéuticos cada vez más eficaces y se intuye que el progreso sigue imparable. Nos desconcierta que aún no se haya conseguido una vacuna contra la pandemia del sida pero a la vez hay que decir que es el virus más estudiado y del que más se sabe. Es decir, aunque se avanza imparablemente y a pasos gigantescos el camino es muy largo, demasiado largo, casi interminable. Todavía, por ejemplo, no se ha podido curar el alzheimer o el parkinson pese a que se trabaja muy duro.
Todo este empeño de la investigación ha llegado incluso a tocar el inicio y los primeros estadios de la vida humana y, llegado a este punto, surgen grandes peligros cuyas consecuencias pueden ser imprevisibles.
La sociedad, de una manera explícita o implícita, necesita saber si va por buen camino o no. La afectividad y mil motivos más que rayan en excusas piadosas no tranquilizan la conciencia si no hay certeza de estar en la verdad. Con una conciencia que además de recta sea verdadera miran a la Iglesia. Lo hacen incluso los descreídos.
Es frecuente que quien obra mal se lo cuente a quien tiene buen criterio esperando que el asentimiento incluso del mutismo le justifique ante sí mismo. Por ese deseo torcido el cristiano tiene obligación de veritatis facientes in caritate, de hacer lo correcto sin dejar a nadie herido. No se puede llamar virtud al vicio, ni bueno lo malo, ni la omisión de dar la callada por respuesta cuando hay obligación de hablar.
El rápido desarrollo de los descubrimientos tecnológicos exige que el respeto de los criterios recordados sea todavía más urgente; la ciencia sin la conciencia no conduce sino a la ruina del hombre [1]. La Iglesia es experta en humanidad. Nadie sabe tanto y tan bien del hombre como ella. No en vano su Fundador, Cristo, es perfecto Dios y Hombre perfecto.
En Él se contempla el rostro humano de Dios y se admira la faz divina del hombre. Ese oficio en humanidad que posee la Iglesia no produce un choque de competencias con la ciencia. Por el contrario, considera todo lo que aporta con su investigación y técnica para defender la grandeza de la dignidad humana. Cumple sencillamente con su propia misión evangélica y su deber apostólico.
La doctrina moral conforme a la dignidad de la persona y a su vocación integral, que es alcanzar ser introducidos en la intimidad trinitaria, divina, expone los criterios que deben guiar en cuanto a su valoración moral las aplicaciones de la investigación científica y de la técnica a la vida humana, en particular en sus inicios. Estos criterios son el respeto, la defensa y la promoción del hombre, su derecho primario y fundamental a la vida y su dignidad de persona, dotada de alma espiritual, de responsabilidad moral y llamada a la comunión beatífica con Dios [2].
Con la frivolidad que da la ignorancia y el sectarismo diabólico de quien siembra la mentira con ocasión y sin ella, salen en la televisión y en otros medios el éxito médico de la curación de un niño mediante las células madre de la sangre del cordón umbilical del hermanito que va a nacer.
Pero, ¿es verdad que es del hermanito o de un hermanito escogido entre muchos desechados antes en el laboratorio? ¿Cuántos embriones ¡que son personas tanto como los padres, el enfermo, los médicos y los investigadores!, han sacrificado antes?.
Ésta es la falacia. Engañar con el fin y el resultado obtenido ocultando las vidas que ha habido que sacrificar para ello. Para llegar a implantar algunos embriones sin esa enfermedad y que, por tanto sean idóneos para lo que se pretende, han dejado muchos en el frigorífico a menos 30 grados centígrados, otros tantos fueron desechados por el camino como se tira la fruta podrida.
En éste como en tantos temas, el Santo Padre no cede no puede hacerlo porque el hombre es de Dios y hay que darle lo que le pertenece como al César lo que es suyo y al defender al hombre también se granjea enemigos. Pero este Papa, como el anterior, es un carro de combate, una especie de panzer que sin hacer ruido aplasta los brotes que se alzan contra el hombre. Ya lo hizo en su encargo de Prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe y ahora como sucesor de Pedro. La investigación, prescindiendo de los resultados de utilidad terapéutica, no se pone verdaderamente al servicio de la humanidad, pues implica la supresión de vidas humanas que tienen igual dignidad que los demás individuos humanos y que los investigadores. La historia misma ha condenado en el pasado y condenará en el futuro esa ciencia, no sólo porque está privada de la luz de Dios, sino también porque está privada de humanidad [3].
Es una quimera esgrimir la neutralidad moral de la investigación biomédica y de sus aplicaciones. La imagen y semejanza con Dios con que fue creado lo impiden por voluntad divina. Y los criterios a seguir en moralidad no los marca la eficacia utilitarista o los enfoques filosóficos del momento. El fin nunca justificará los medios. Hay actos intrínsecamente malos como se dijo en la Veritatis Splendor y quedó el espinoso tema zanjado.
¿Qué criterios morales deben ser aplicados para esclarecer los problemas que hoy día se plantean en el ámbito de la biomedicina? La respuesta a esta pregunta presupone una adecuada concepción de la naturaleza de la persona humana en su dimensión corpórea. Ahora bien, esa naturaleza es al mismo tiempo corporal y espiritual. En virtud de su unión sustancial con un alma espiritual, el cuerpo humano no puede ser reducido a un complejo de tejidos, órganos y funciones, ni puede ser valorado con la misma medida que el cuerpo de los animales, ya que es parte constitutiva de una persona, que a través de él se expresa y se manifiesta [4].
Recordando la Donum vitae hemos de insistir en que la manipulación corpórea, como cualquier otra intervención sobre el cuerpo humano, no alcanza únicamente los tejidos, órganos y funciones; afecta también, sino a la persona misma; encerrando así un significado y una responsabilidad morales, de modo quizá implícito, pero real. Juan Pablo II recordaba con fuerza a la Asociación Médica Mundial: Cada persona humana, en su irrepetible singularidad, no está constituida solamente por el espíritu, sino también por el cuerpo, y por eso en el cuerpo y a través del cuerpo se alcanza a la persona misma en su realidad concreta. Respetar la dignidad del hombre comporta, por consiguiente, salvaguardar esa identidad del hombre corpore et anima unus, como afirma el Concilio Vaticano II. Desde esta visión antropológica se deben encontrar los criterios fundamentales de decisión, cuando se trata de procedimientos no estrictamente terapéuticos, como son, por ejemplo, los que miran a la mejora de la condición biológica humana.
Los profesionales de la biología, la medicina, la investigación farmacológica han de contribuir al bien integral de la vida humana, si no es así arruinan la naturaleza de su profesión y lesionan gravemente al ser humano. No se puede pretender crear un hombre, ser Dios, decidir quién debe existir y quién no. Esa esclavitud se superó grosso modo y volver a ella sofisticadamente es regresivo se mire como se mire a la larga.
Pedro Beteta López. Doctor en Teología y Bioquímica
Nota al pie:
[1] Donum vitae, 1
[2] Donum vitae, 1
[3] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Internacional sobre el tema Las células troncales: ¿qué futuro en orden a la terapia? AAS 98 (2006), 694.
[4] Cfr. Donum vitae, 1
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