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Uno de los libros de Stefan Zweig se titula en castellano Momentos estelares de la historia de la humanidad. En ese título se contiene el mensaje de que ciertas aventuras, descubrimientos y acontecimientos que han engrandecido a la humanidad, han dependido de algunos momentos y decisiones de unos pocos.
Momentos y decisiones que con frecuencia pasaron inadvertidos por muchos, pero que fueron claves, estelares. Y por eso están escritos para siempre en el libro de la historia. Lo recordé hace poco tiempo, después de leer que, de una manera u otra, todas las personas nacen y se forman para un momento importante de su vida.
Desde el punto de vista cristiano, todo tiene su origen en el gran sí que Dios ha dado al hombre en Jesucristo. Éste ha sido un estribillo continuo en la predicación de Benedicto XVI. A los jóvenes franceses reunidos en Lourdes, en abril de 2008, les decía: El Evangelio es el gran sí de Dios que espera nuestro sí a Dios para participar de los proyectos de su amor.
¿Cómo es posible cabría preguntarse que los planes grandes y amorosos de Dios dependan de nuestro sí, que nos parece a veces tan pequeño y estrecho? La respuesta la daba el mismo sucesor de Pedro, al explicar que el sí de un corazón es capaz de hacer surgir una potentísima fuente liberadora de vida y fuerza divina, sin quitar nada de lo que aporta la verdadera felicidad:
Nuestro sí a Dios hace brotar la fuente de la verdadera felicidad: este sí libera al yo de todo lo que lo encierra en sí mismo. Hace que la pobreza de nuestra vida entre en la riqueza y en la fuerza del proyecto de Dios, pero sin entorpecer nuestra libertad y nuestra responsabilidad. Abre nuestro corazón estrecho a las dimensiones de la caridad divina, que son universales. Conforma nuestra vida a la vida misma de Cristo, que nos ha marcado en nuestro bautismo.
Todo esto supone, aunque no se diga, que el sí a Dios es, en primer lugar, un don de Dios. Como la madre que le da al niño el regalo para el padre, o el padre para la madre: así el niño transforma sus carencias en un regalo que le engrandece.
Hace pocos días, el Domingo de Ramos, justo antes de que los jóvenes australianos entregaran a sus coetáneos españoles la cruz de la Jornada Mundial de la Juventud que enlaza las jornadas de Sidney con las de Madrid-2011, insistía:
Solamente en el abandono de sí mismo, en la entrega desinteresada del yo en favor del tú, en el sí a la vida más grande, la vida de Dios, nuestra vida se ensancha y engrandece En efecto, el amor significa dejarse a sí mismo, entregarse, no querer poseerse a sí mismo, sino liberarse de sí: no replegarse sobre sí mismo ¡qué será de mí!, sino mirar adelante, hacia el otro, hacia Dios y hacia los hombres que Él pone a mi lado. Y este principio del amor, que define el camino del hombre, es una vez más idéntico al misterio de la cruz, al misterio de muerte y resurrección que encontramos en Cristo.
Hacía notar el Papa, con realismo, que esto puede ser fácil de aceptar como teoría. Pero que no se trata de reconocer un principio, sino de vivir la verdad de la cruz y la resurrección. Por eso, no basta una única gran decisión.
Indudablemente señalaba, es importante, esencial, lanzarse a la gran decisión fundamental, al gran sí que el Señor nos pide en un determinado momento de nuestra vida. Pero el gran sí del momento decisivo en nuestra vida el sí a la verdad que el Señor nos pone delante ha de ser después reconquistado cotidianamente en las situaciones de todos los días en las que, una y otra vez, hemos de abandonar nuestro yo, ponernos a disposición, aun cuando en el fondo quisiéramos más bien aferrarnos a nuestro yo. También el sacrificio, la renuncia, son parte de una vida recta. Como un principio educativo básico, añadía el Papa: Quien promete una vida sin este continuo y renovado don de sí mismo, engaña a la gente. Sin sacrificio, no existe una vida lograda.
Y como en confidencia íntima, concluía: Si echo una mirada retrospectiva sobre mi vida personal, tengo que decir que precisamente los momentos en que he dicho sí a una renuncia han sido los momentos grandes e importantes de mi vida.
El jueves santo por la mañana se detuvo en qué significa esa renuncia en la práctica: No querer imponer nuestro camino o nuestra voluntad. Y esto sólo se puede realizar bien si Cristo es el centro de nuestra vida, por la oración y el servicio a los demás. Porque sólo así pueden apreciarse los pequeños y grandes signos de su amor, que nos da continuamente, de modo que podemos experimentar una creciente alegría. Alegría que se compagina con la solidaridad por todos los que sufren, como expresó el Papa al final del Viacrucis del día siguiente. Todo eso es comprometerse con Jesús por los demás.
En algún lugar he leído que cuando una persona nunca toma una decisión importante para su vida, es como un taxista que se pasea por la ciudad con el cartel de libre sin querer llevar a ningún pasajero. O como una tierra fértil que nunca se acaba de sembrar, por miedo a equivocarse. Pero eso no tiene que ver con la fe y la esperanza, y desde luego no corresponde al sí del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo.
Dios da a cada uno la oportunidad y el don mismo de un sí plenamente libre. Y a la vez ese don ha de ser conquistado antes, durante y después, para ser recibido y multiplicado en servicio de los demás. Ese gran sí es la respuesta a la llamada o la vocación divina, sea en el ministerio sagrado, en la vida religiosa o, más frecuentemente, en la condición laical (vivida en el celibato o en el matrimonio). Es un gran sí que decide, en efecto, el destino de una vida, y que tiene una larga preparación, con frecuencia sin que uno la perciba con claridad. Y después de pronunciarlo, ese mismo sí se alimenta y se cuida con detalles cada día, y así se hace más grande, hasta sumergirse en la fidelidad y la fecundidad de Dios, como todo lo que pertenece al amor.
Ramiro Pellitero, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra
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