Gaceta de los Negocios
La reforma de la legislación sobre el aborto, consistente en la transformación de lo que es un delito en un derecho de la mujer, está obteniendo un rechazo social más fuerte de lo que hubiera podido pensar el Gobierno. Y es éste un signo de esperanza de que no vivamos en una sociedad definitivamente desmoralizada.
Pero uno de los aspectos que, si estoy en lo cierto, no está siendo suficientemente considerado es el relativo a la objeción de conciencia. En el informe de la subcomisión parlamentaria se le dedica poca atención y muy desacertada. Existe una referencia a su regulación, pero se recomienda la exclusión de la ejercida por centros, lo que no es muy grave, ya que se trata de un derecho de ejercicio individual, y, lo que sí es muy grave, se subordina al derecho de la mujer a deshacerse del embrión.
El resultado sería, de seguirse el informe, que la objeción de conciencia sería muy limitada y, en cualquier caso, subordinada al derecho a abortar. Es decir, prevalece la voluntad de la madre de matar a su hijo sobre el deber de los profesionales sanitarios de salvar vidas.
La objeción de conciencia suele ser contemplada con desconfianza por los gobiernos y legisladores, especialmente los que padecen una mayor aversión a la libertad. Como es sabido, la objeción de conciencia consiste en la negativa a cumplir una obligación legal, invocando razones morales, de conciencia personal.
Su reconocimiento por los ordenamientos jurídicos entraña un homenaje a la necesidad de preservar la conciencia frente a las invasiones de la ley. No es extraño que legisladores arrogantes o filototalitarios se resistan a reconocerla, pues es tanto como asumir que una de sus leyes puede repugnar a la conciencia de algunos individuos.
En este sentido, cabría recordar la idea kantiana de que, por muy democrático que sea, el derecho es siempre heterónomo, es decir, en la imposición de una norma ajena, al menos en alguna medida, a la voluntad del obligado. El derecho nunca puede consistir en pura autonomía para el sujeto obligado.
Nuestra Constitución sólo se refiere a la objeción de conciencia a la prestación del servicio militar obligatorio, hoy extinguido. Pero el TC ha reconocido el derecho a ella a los profesionales de la sanidad, precisamente en los casos de aborto. No se trata de algo que pueda cambiar arbitrariamente el legislador.
Es además de moralmente necesario, jurídicamente exigible el reconocimiento del derecho a la objeción de conciencia a la práctica del aborto por parte de los profesionales de la sanidad, cuya obligación consiste en sanar, mitigar el dolor y defender siempre la vida, nunca acabar con ella.
Es esta una muestra más de las muchas incongruencias y falsedades en las que incurren los defensores del aborto como derecho. La regulación legal más justa del aborto sería, si no me equivoco, su prohibición en todos los casos, con una serie de eximentes vinculadas al estado de necesidad.
Como mal menor, cabría dejar la regulación tal como está, pero eliminando el abuso y el fraude de ley del supuesto de la grave amenaza para la salud psíquica de la madre, y estableciendo un plazo.
Por lo demás, las mujeres nunca deberían padecer penas privativas de libertad, salvo en los casos en los que eliminaran la vida del embrión por sí mismas. Aquí reside una de las mentiras habituales: la de quienes pretenden que quienes nos oponemos al aborto pretendemos que las mujeres que aborten vayan a la cárcel. En los últimos diez años no ha habido ni una sola mujer que haya ingresado en prisión por abortar.
Otra de las mentiras deslizadas es que la nueva legislación no favorece la práctica de abortos, cuando la verdad es que se trata, nada menos, que de transformar un delito en un derecho.
Y existen más falacias y mentiras. Por ejemplo, que el ejercicio de un pretendido e inaceptable derecho, pueda acarrear un negocio para las delincuentes clínicas abortivas. Aquí me interesaba destacar sobre todo la injusta imposición a los profesionales de la sanidad de un perverso deber de matar.
Negar la objeción de conciencia, además de inconstitucional, como lo es, a mi juicio, en general, la reforma anunciada, sería tanto como imponer una negación de la conciencia.
Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía del Derecho
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