Alfa y Omega
Nueve años y cinco millones de abortos después de la aprobación de la ley del aborto en Italia, el entonces cardenal Ratzinger se rebelaba contra los que decían que ése era ya un debate cerrado y, a fin de cuentas, a nadie se le obligaba a abortar...
El 19 de diciembre de 1987, participaba en un congreso sobre El derecho a la vida en Europa, y recordaba esta lapidaria frase del Evangelio: «Lo que hagáis al más pequeño de éstos mis hermanos, a Mí me lo hacéis».
El diario Avvenire ha recogido lo esencial de aquella intervención:
A una amplia opinión pública de bienpensantes le puede parecer exagerado e inoportuno, es más, fastidioso, replantear una cuestión decisiva, el problema del respeto por la vida apenas concebida y todavía no nacida. Después de hirientes debates coexistentes sobre la legislación del aborto (que se han sucedido en los últimos quince años en todos los países occidentales), ¿no se debería considerar ya resuelto el problema y evitar el volver a abrir contraposiciones ideológicas ya superadas? ¿Por qué no resignarse a considerar que se ha perdido la batalla y dedicar nuestras energías a iniciativas que puedan contar con el favor de un gran consenso social?
Si nos quedáramos en la superficie de las cosas, se podría estar convencido de que, en el fondo, la legalización del aborto, ha cambiado poco nuestra vida privada y la vida de nuestra sociedad. En el fondo, todo parece continuar exactamente como al principio. Cada uno puede regirse según su conciencia: quien no quiera abortar, no está obligado a hacerlo. Quien lo hace con la aprobación de una ley así se dice quizás lo haría de todos modos.
Todo se consuma en el silencio de un quirófano, que al menos garantice condiciones de una cierta seguridad en la intervención. El feto que no verá nunca la luz es como si nunca hubiera existido. ¿Quién se da cuenta? ¿Por qué continuar hablando de este drama? ¿No sería mejor dejarlo sepultado en el silencio de la conciencia de los protagonistas?
El reconocimiento de que la vida humana es sagrada e inviolable, sin ninguna excepción, no es un problema menor o una cuestión que pueda ser considerada relativa, dentro del pluralismo de las opiniones presentes en la sociedad moderna. El texto del Génesis orienta nuestra reflexión en un doble sentido, que bien corresponde a la doble dimensión de las preguntas del principio:
* No existen pequeños homicidios: el respeto a la vida humana es condición esencial para que sea posible una vida social digna de este nombre.
* Cuando, en su conciencia, el hombre pierde el respeto a la vida como realidad sagrada, inevitablemente termina por perder también su propia identidad.
En la introducción al libro del biólogo francés Jacques Testart L´oeuf transparent, el filósofo Michel Serres (aparentemente un no creyente), al afrontar la cuestión del respeto que se le debe al embrión humano, se interroga: «¿Quién es el hombre?» Revela que no hay respuestas unívocas y verdaderamente satisfactorias desde la filosofía y la cultura. Pero constata que, aun careciendo de una definición teórica precisa del hombre, sin embargo, en la vida concreta, sí sabemos muy bien lo que es el hombre.
Lo sabemos, sobre todo, cuando nos encontramos frente al que sufre, a quien es víctima del poder, a quien está indefenso y condenado a muerte: Ecce Homo. Sí, este no creyente vuelve a citar la frase de Pilatos, que tenía todo el poder, delante de Jesús, desnudo y flagelado, coronado de espinas y condenado a la muerte en cruz.
¿Quién es el hombre? Es el más débil e indefenso, aquel que no tiene ni poder ni voz para defenderse, aquel por delante del cual podemos pasar fingiendo no verlo; aquel al que podemos cerrar nuestro corazón y decir que nunca ha existido. Y así, espontáneamente, vuelve a la memoria otra página del Evangelio, que quería responder a una similar petición de definición: «¿Quién es mi prójimo?»
Sabemos que, para reconocer a nuestro prójimo, es necesario aceptar ser prójimos, es decir, pararse, apearse del caballo, acercarse a quien tiene necesidad, cuidar de él. «Lo que hagáis al más pequeño de estos mis hermanos, a Mí me lo hacéis».
Cardenal Joseph Ratzinger (Traducción: María Pazos)
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