La reforma convierte lo que era un delito, en un derecho de la mujer
Gaceta de los Negocios
Nada hay tan grave hoy en la vida pública española como la reforma legal sobre el aborto que se avecina. Poco importa el derecho comparado, si la mayoría de nuestros vecinos transitan por la vía de la indecencia. Tampoco es lo relevante su probable utilización como tapadera de otros problemas (el laicismo es el opio del pueblo), si lo tapado, la crisis económica, es menos grave que lo que lo intenta ocultar, la matanza legal.
El informe del Comité de Expertos viene trucado por la elección de sus miembros. La miseria moral y jurídica que iban a exhalar estaba cantada. El Gobierno saca de la chistera experta lo que previamente ha introducido en ella. Antes del verano se consumará en el Parlamento, si no hay remedio, el desmán jurídico y moral. Todo ello precedido de la falsedad de la ministra de Igualdad, quien ha faltado a la verdad al afirmar que la nueva normativa no da más facilidades para el aborto, sino que se limita a promover la seguridad jurídica.
Pura falsedad. La reforma convierte lo que era un delito en un derecho de la mujer. No cabe cambio más nefando y radical. El varón no tiene aquí nada que hacer, salvo someterse a la decisión ajena, y respetar la matanza del embrión o asumir la corresponsabilidad de que viva. Y a esto le llaman igualdad.
El Gobierno, que se cree fabricante de derechos a granel, nos regala uno nuevo: el derecho de la mujer a matar al embrión, dentro de un determinado plazo. Pero el crimen no entiende de plazos y tan criminal es asesinar a un embrión, de pongamos cuatros semanas, que eliminar a uno de treinta. Se pretende ocultar, sin éxito, la verdad. Lo que se califica como derecho consiste en matar al embrión, es decir, a un ser humano no nacido. Todo lo demás es secundario.
Cabe apelar a los daños psíquicos irreparables de la mujer, o a la existencia de la alternativa de darlo en adopción, o la ya citada exclusión del padre en la decisión. Pero todo esto, con ser relevante, es secundario. Añade, eso sí, mal al mal. Como la concesión del derecho a las adolescentes a partir de los 16 años. Sublime asepsia moral: pueden matar al niño que vive en su seno, pero no pueden comprar tabaco o cerveza. Es evidente que para nuestro Gobierno tomar una caña es mucho peor que matar a un niño no nacido. Para que no falte nada, es seguro que se van a poner cortapisas a la objeción de conciencia de los profesionales de la sanidad.
Repito. No hay nada tan grave en nuestra vida pública como esta legalización de la matanza. No es extraño que eludan el término para cobijarse en el eufemismo de las siglas: IVE, es decir, interrupción voluntaria del embarazo, es decir, asesinato del embrión. Desde luego, IVE resulta menos alarmante.
Tampoco es extraño que deploren la exhibición de imágenes que se limitan a mostrar la realidad: el embrión que se defiende, sin éxito de la agresión mortal. Es preferible, sin duda, no verlo. Al fin y al cabo, sólo es una IVE. Y, por si acaso, una aclaración: no pretendo que la mujer, más víctima que culpable, vaya a la cárcel. Basta con que se sancione al matarife, en lugar de facilitar su negocio criminal. A los ciudadanos sólo nos queda recurrir a la denuncia, la invocación a la mayoría parlamentaria, y, como último recurso, la desobediencia civil. No cabe un caso más justificado que éste, pues basta apelar a la moral natural y, por si no bastare, a la Constitución: Todos tienen derecho a la vida. ¿O no?
Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía del Derecho