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Con motivo del 200 aniversario del nacimiento del famoso biólogo Charles Darwin, la comunidad científica de todo el mundo está organizando numerosos eventos en su nombre. Algunos de alta categoría científica, otros más divulgativos, para dar a conocer la persona y magna obra de este gran científico. Tampoco faltan los que pretenden arrimar el ascua a su sardina, pues de todos es conocida la amplia y enconada discusión sobre el origen de las especies y el evolucionismo. Darwin fue precisamente su descubridor y creador, originando no poca convulsión en su mundo de entonces, cuyos temblores siguen hasta nuestros días.
El problema de estas divergencias científicas estriba en la actitud fanática de personas concretas que defienden cuestiones opinables como si fueran dogmas. Ni la Evolución puede ser un dogma que la convierta en una ideología, ni el Creacionismo debe tachar de blasfemos a una teoría científica que, por cierto, es claramente admitida por una gran mayoría. Sin ir más lejos, la Iglesia Católica, no descarta el Evolucionismo como modo de creación. Esta es una verdad como un puño.
Pienso que lo que había que hacer entre las partes divergentes es tener un poco más de honradez intelectual, no enrocarse partidariamente, analizar con objetividad las opiniones contrarias ¿hasta dónde puede llegar un católico en el evolucionismo? Siempre estará la duda: ¿cuándo el hombre comienza a ser persona? ¿Cuándo empieza a razonar, a juzgar? ¿Cuándo aparece el alma?
Reproducimos a continuación un artículo sobre Darwin y la Evolución publicado por el periodista Juan Ignacio Ruiz Aldaz en el Diario de Navarra (5.2.09).
Diario de Navarra
Este 12 de febrero se cumplen 200 años del nacimiento de Charles Darwin (1809-1882), el padre de la teoría de la evolución. Después de un largo periplo a bordo del Beagle (1831-1836) que le llevó a Brasil, Tierra del Fuego, Chile, Galápagos, Australia y algunas islas del Índico, publicó su obra Sobre el origen de las especies (1859) exponiendo las conclusiones de sus estudios.
Desde entonces, la teoría de la evolución ha sido objeto de investigación, debate y a veces de dura confrontación. Algunos han visto en ella la confirmación de sus puntos de vista materialistas. Otros han reaccionado enrocándose en un rígido fundamentalismo. Pero, si a veces el debate se ha enconado tanto, es porque unos y otros han visto en lo que es una teoría científica la explicación fundamental de la realidad y de lo que el ser humano es. Y ahí está el error.
A una teoría científica hay que pedirle todo lo que puede dar, pero no más. Tiene una importante capacidad de explicar determinados aspectos de la realidad, pero otros quedan fuera de su alcance. Por poner un ejemplo, sucede que los murciélagos son expertos pilotos gracias a un sistema semejante al radar que les permite volar en completa oscuridad, con rapidez y sin estrellarse. Pero a un murciélago no se le puede preguntar nada sobre los colores porque son ciegos. Del mismo modo, las ciencias experimentales poseen una gran capacidad de iluminar algunas dimensiones de la realidad. Eso es lo que sucede con la teoría de la evolución: la observación y el estudio de las formas de vida actuales, del registro fósil y de la genética le permite elaborar un mapa de cómo ha sido el desarrollo de los seres vivos a lo largo del tiempo. Pero su capacidad explicativa no llega a más. Cuando de la teoría de la evolución se pretende hacer una justificación del materialismo se busca lo mismo que cuando al murciélago se le pide una explicación de los colores. La ciencia experimental logra determinar cómo se desarrollan determinados fenómenos materiales, pero sobrepasa sus capacidades si pretende afirmar que la realidad es solamente eso.
La teoría de la evolución indica que el ser humano ha tenido una larga serie de antepasados biológicos, entre ellos el mono. Y en ello no hay nada inquietante, siempre y cuando sepamos distinguir entre una persona humana y un primate. Como no hay nada inquietante en decir que el David de Miguel Ángel tiene como antepasado un pedrusco de mármol de Carrara. La capacidad creadora del espíritu humano fue capaz de introducir en la materia una realidad completamente nueva e imprevisible que la materia, por sí misma, nunca habría logrado alcanzar. La madera de los bosques de abetos, arces y robles, el cobre y el zinc de los yacimientos y las granjas de animales domésticos aportaron los elementos con los que un día se interpretó la Novena Sinfonía de Beethoven. La naturaleza contenía las piezas, las condiciones y las propiedades en las que el espíritu creador introdujo como novedad libre, maravillosa y fascinante el orden, la armonía y la belleza. No hay nada degradante en ello, siempre y cuando sepamos distinguir un tronco, una lámina de latón y una crin de caballo de la Novena Sinfonía de Beethoven.
Para descubrir la entera realidad del ser humano y su dignidad única se necesita algo más que la teoría de la evolución. La compleja realidad del ser humano, además de lo material, incluye también lo personal, es decir, espíritu, apertura ilimitada, inteligencia, creatividad, dignidad, libertad y amor. Y lo espiritual del ser humano no proviene de la evolución, porque excede sus posibilidades. Cualquier manifestación de la cultura humana habla de la irreductibilidad del hombre a los fenómenos materiales. Basta una reflexión franca, abierta y sin prejuicios para percibirlo.
Además, hay que caer en la cuenta de que la existencia del ser humano sobre la tierra es un hecho que, desde la pura estadística matemática, es altamente improbable. Si comenzáramos a tirar al aire las letras del alfabeto al azar y obtuviéramos un texto con sentido como El Quijote, todo el mundo pensaría en la sabiduría que ha guiado ese proceso desde el inicio. El mero hecho de que el ser humano exista tal y como es nos está hablando de la existencia de un proceso que actúa con vistas a un fin, de un plan preconcebido, de un proyecto inteligente. El pasillo que lleva hasta el ser humano es enormemente estrecho, y sin embargo ha sido recorrido. En la profunda realidad de las cosas, el ser humano y cada persona humana ha sido un ser querido y esperado desde el inicio. Lo racional no puede provenir de lo irracional. La enorme complejidad ordenada que es el ser humano no puede ser un producto de la sinrazón. Al principio no estaban el puro azar y la necesidad ciega. Al principio existía un Ser personal, que es la Inteligencia y el Amor.
La Teoría de la Evolución descubierta y desarrollada por Darwin, ahora hace 200 años, hizo temblar al mundo científico de su época. Detractores y defensores cayeron en inútiles disputas sobre el origen de las especies y, sobre todo sobre el origen del hombre. Pero hoy en día el tema ha sido finamente ajustado por la comunidad científica mundial. Bien. Existe la Evolución. No repugna a la razón que los seres más elementales hayan devenido en otros más complejos hasta llegar hasta donde ahora nos encontramos. Sólo hay un punto que algunos pocos científicos de altura no saben compaginar: las facultades volitivas e intelectivas del hombre; es decir su aspecto inmaterial y sobrenatural.
Con lo fácil que resulta comprender y aceptar la existencia de una primera causa incausada, de un primer motor inmóvil, de un ser creador en definitiva. Pero hay mucho prejuicio ante la aceptación de dependencia del ser humano y Dios; en definitiva las religiones. Por ello, muchos se inventan una especie de religión laica a la medida de sus gustos, porque en el fondo, el ser humano no sabe vivir sin método por ser un ser eminentemente social.
Juan Ignacio Ruiz Aldaz es profesor de la facultad de teología de la Universidad de Navarra
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