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Es necesario dar la batalla a la ignorancia espiritual, al analfabetismo religioso porque es el mayor enemigo de la humanidad y el mejor aliado del maligno. Para ello se ha de tener muy claro que la formación no acaba nunca. Si esto es así en las ciencias positivas, más lo es en el plano religioso. Todo lo bueno es siempre mejorable, perfectible, y admite la posibilidad de mejorar más ya sea en las ciencias positivas como en las especulativas.
Pero en aquello que haga referencia al Creador todo lo que se diga es poco ya que su Sabiduría es de suyo inagotable. Dice San Efrén: Como el sediento que bebe de la fuente, mucho más es lo que dejamos que lo que tomamos. El sediento se alegra cuando bebe y no se entristece porque no puede agotar la fuente.
La fuente ha de vencer tu sed, pero tu sed no ha de vencer la fuente, porque, si tu sed queda saciada sin que se agote la fuente, cuando vuelvas a tener sed podrás de nuevo beber de ella; en cambio, si al saciarse tu sed se secara también la fuente, tu victoria sería en perjuicio tuyo. En definitiva, que hay que alegrarse por lo conseguido sin dar cabida a la tristeza por lo que resta por alcanzar pero hay que estar constantemente formándose.
No es, desgraciadamente, infrecuente hoy día palpar cómo en personas de reconocido y bien ganado prestigio profesional se da una ignorancia supina en temas de fondo de gran calado. Es importante saber acudir a wikipedia para ciertos asuntos pero no es la panacea para adquirir una formación religiosa seria.
Hay que acudir a los libros adecuados, a las fuentes de aguas claras y potables que sacian y no se agotan: la lectio divina, los santos Padres y el magisterio de la Iglesia. Nunca agotaremos la fuente pese a la insaciable sed de Dios de la que todo hombre lo sepa o no tiene nostalgia. Por debilidad habrá momentos en que no podremos asimilar mucho pero podremos recibirlo en otra ocasión si somos tenaces.
La persona es amada de Dios por sí misma. No puede Dios dejar de amar a quien es un ser absoluto-relativo por ser imagen y semejanza de Él. El hombre es absoluto por esa semejanza con Dios y relativo por la limitación que le da poseer sólo una participación. La moral cristiana se formula en primer lugar en orden al fin.
La finalidad de los actos humanos del cristiano ha de encauzarse hacia la gloria de Dios. La gloria de Dios es la que unifica todos los elementos que acompañan al acto. Pero este fin, dar gloria a Dios, no nos sirve para saber qué es materialmente lo que he de hacer. Puedo pensar que el sacrificio de vivir manco le agradará a Dios y cortarme un brazo por tal motivo. Y ya se ve que eso no es correcto. Entonces, ¿cómo sé lo que quiere Dios? La naturaleza misma de las cosas interpela y responde lo que Dios quiere de ellas.
Aflora, desde hace años, un ambiente enrarecido que atufa debido al nihilismo de Nietzsche que mira a Dios como un ser que goza fastidiando. El Papa lo expresaba certeramente: En la crítica al cristianismo que se ha desarrollado con creciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta novedad ha sido valorada de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino? [1]. Decir esto es desconocer la naturaleza de los seres.
Si bien los inertes e irracionales poseen sus leyes, los hombres poseemos libertad y obramos en todo momento de modo absoluto: como personas. El hombre como sabemos es el único ser de la naturaleza material a quien Dios ama por sí mismo. Entonces ¿qué hemos de hacer? Amar a la persona humana. Cualquier daño a la persona humana es reprobable. Un acto físico o moral que vulnere a la persona lesiona su dignidad personal y no podrá ser elemento correcto. Un gesto corporal que lesione su dignidad ya no es un acto meramente material. El destierro, el desprecio, la violación, la masturbación, el aborto, entre muchos otros, dañan a la persona.
En ese marco se comprenden los Mandamientos pues ellos protegen al hombre del propio hombre, y sale en ayuda de la persona. Se ha de afirmar, por tanto, que hay actos intrínsecamente malos como enseña la Veritatis Splendor; es decir, en ella se acomete el espinoso tema moral de contestar a la gran pregunta sobre esta cuestión moral. Hay actos que por afectar a la persona no son susceptibles de un nuevo sentido, pues lo tienen propio. No admite otras interpretaciones. El piccolo divorcio, en el momento que se aceptó por motivos piadosos y en casos extremos dio entrada a todos y ya de cualquier índole, lo mismo sucederá con la eutanasia, y ha ocurrido con el aborto, etc. Aceptar, con las razones que se quieran aducir, un solo caso es admitirlos todos ya en breve. Es el argumento pueril de decir que por no dar un disgusto al novio aunque a ella le repugne el hecho en sí eso haga aceptable entregarse a él. Pues no. En absoluto.
La naturaleza de la persona humana ofrece gestos que no son susceptibles de recibir sentidos nuevos que los hagan correctos. Son nefastos e intrínsecamente malos. La persona expresa su dignidad a través del lenguaje del cuerpo. Viene a cuento aquel programa sobre la prostitución que dio TV hace unos años en el que los contertulios la admitían como una profesión más, como un modo de sobrevivir en este mundo laboralmente duro donde hay tan pocos puestos de trabajo. ¿Qué ocurriría si esa misma noche, en la casa de cada contertulio, si al llegar uno de sus hijos le dice que ha elegido ser médico, otro ingeniero y la hija... prostituta?
La lógica de la vida humana es la del regalo de amor. Ciertamente el hombre tiene como fin o perfección suya el amor. Es un ser hecho para amar y su fin es ése: amar. Nadie puede tratar la finalidad del hombre en términos de necesidad, pero no por ello deja de tener un fin propio. Tiene un fin que no se complementa con cualquier cosa. Estamos hechos para el amor, y cuando llega el bien inmenso del amor advertimos dos cosas aparentemente contradictorias: 1º que es absolutamente gratuito y no puede reclamarse jurídicamente y 2º que lo esperábamos como algo que nos corresponde. Veámoslo.
La felicidad o fin del hombre tiene el carácter esencial de regalo. El regalo del amor nunca pierde su carácter de don, ni siquiera cuando es recibido como propio. Sentirse dueño absoluto de este don equivale exactamente a haberlo perdido. No es algo que esté en su mano producirlo. Es un estado esencialmente relacional que en la situación concreta de la persona puede tener su materialidad, pero nadie que esté en sus cabales admitiría que le sustituyeran la relación amorosa por una pastilla que presuntamente provoque el mismo estado corporal y anímico que la de amar y sentirse amado. Imaginan un noviazgo por grageas.
Pero el hecho de la gratuidad del amor no significa de ninguna manera provisionalidad. Regalo supone que no soy yo la causa de él, sino que me viene. Y la consistencia de un regalo no depende de quién lo recibe sino de quien lo da, por eso el amor de Dios es más seguro que si dependiera de mí pues yo sí soy voluble en mis decisiones. Dios, en cambio, es fiel siempre y para siempre. Y, desde siempre, me amó y me ama.
La perfección que llena de plenitud al hombre, es decir, el amor, lo reconocemos como algo no debido pero sí propio. Porque no se trata de una perfección sublime pero extraña, sino de algo gratuito que estábamos esperando. Como en casa en ningún sitio parece decir al llegar a nuestro ser.
Al hombre no le perfecciona cualquier cosa ya lo hemos dicho y puede recibir incluso gracias sobrenaturales pero, si le perfeccionan de hecho, no les son extrañas sino que deben hacerle más humano. Ni la propia Iglesia está por encima de la persona sino a su servicio. Sólo podremos amar a nuestro prójimo y respetar su dignidad como persona si apreciamos los verdaderos bienes que le perfeccionan y si nos negamos a lesionar, destruir e impedir esos bienes.
Los preceptos morales negativos que prohíben algunos actos o comportamientos concretos como intrínsecamente malos; protegen la dignidad de la persona y son requeridos por el amor al prójimo como a nosotros mismos.
Los actos intrínsecamente malos violan contradicen de raíz el bien de la persona, como compendio de los múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y corpóreo, en relación a Dios, con el prójimo y con el mundo material. La exigencia moral originaria de amar y respetar a la persona como fin y nunca como medio, implica también el respeto de algunos bienes fundamentales entre los que está la vida. La dignidad inviolable de la persona hace que esas normas que la protegen las hemos de amar con el amor de Cristo, que es un amor que se sacrifica a sí mismo y que está dispuesto a padecer el mal antes que cometerlo.
En resumen, Dios hizo que seamos el tipo de criaturas que somos, personas dotadas de inteligencia y libertad, porque quiso crear seres a quienes Él pudiera dar su propia vida y su amor, seres a los que pudiera llamar a la intimidad personal y a la comunión. Somos libres de amar, es decir, de darnos sin reservas a los demás y de esta manera entrar en comunión con ellos.
Y no sólo esto, sino que por medio de nuestra unión con Cristo a través de la gracia, somos libres de amar como Él nos ama, con una amor de sacrificio, con un amor redentor, ésta es la verdad que nos hace libres. Éste es el último vínculo que relaciona la libertad con la verdad, y la razón última por la que las normas absolutas que prohíben los actos intrínsecamente malos son verdaderas.
Este modo de ver las cosas no es ni rigorista ni poco realista; sólo nos sitúa en nuestra realidad de personas humanas, con toda la dignidad a la que estamos llamados de darnos a nosotros mismos, por medio de nuestras elecciones libres, con la ayuda de la gracia de Dios: la dignidad de personas que aman del mismo modo que nos ama Dios en Jesús crucificado.
La verdad de que existan actos intrínsecamente malos, normas absolutas que no admiten excepción, no se opone de ninguna manera a la libertad y a la dignidad del hombre, pues ésta se arraiga en su hechura a imagen y semejanza de Dios. Y como de Dios le viene su inviolable dignidad de persona ha de estar dispuesta a poner el corazón, la voluntad decidida de realizar el bien e impedir todo aquello que destruya los bienes que perfeccionan a la persona humana.
Pedro Beteta López. Doctor en Teología
Nota al pie:
[1]. BENEDICTO XVI, Deus Caritas est, 3
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
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El marco moral y el sentido del amor humano |
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