Alfa y Omega
Hoy se cumplen 200 años del nacimiento de Darwin, y este año se celebra también el 150 aniversario de la publicación del libro que pone en marcha la cosmovisión evolucionista: El origen de las especies mediante la selección natural. El filósofo don José Ramón Ayllón analiza las debilidades de la hipótesis darwinista, y denuncia los intentos ideológicos por convertirla en una alternativa al relato bíblico.
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El mismo año que nació Darwin (1809), Lamarck presentó en su Filosofía zoológica la idea básica del transformismo: que las especies han ido apareciendo dentro de un proceso evolutivo en el que unas se transforman en otras. Es clásico el ejemplo de la jirafa, que llegaría a tener un cuello tan largo a base de esfuerzos repetidos por alcanzar el alimento en las ramas de los árboles. Darwin recogió de Lamarck la adaptación al medio, y reforzó el mecanismo de transformación con otro resorte tomado de Malthus: la selección natural.
Pocos años antes, Malthus había escrito que nos acercábamos a un mundo superpoblado, donde sobrevivirían los seres humanos mejor dotados. Darwin vio que en todos los seres vivos se da una lucha por la vida, y supuso que la supervivencia del más fuerte daba lugar a una selección natural que conservaba y transmitía las variaciones favorables. Afirmó, en concreto, que todos los seres vivos descienden de unos pocos antepasados comunes, y que la selección natural es el motor de los prodigiosos cambios que nos llevan desde la bacteria microscópica, a la especie capaz de componer la música de Mozart.
El primer problema de esta hipótesis es que jamás hemos observado un salto de especie. Además, la selección natural no introduce novedades, pues opera sobre lo que previamente ha sufrido una mutación. Darwin expuso sus teorías en El origen de las especies (1859) y en La descendencia del hombre (1871). Aunque Mendel había descubierto las leyes de la transmisión hereditaria en 1865, el mundo no conoció esa revolución científica hasta 1900. Por ese retraso, Darwin murió sin sospechar que los caracteres adquiridos no se incorporan al patrimonio genético y, por tanto, no se transmiten por herencia.
Aquí radica el tercer punto débil del darwinismo. Sin embargo, un buen ejemplo puede hacer creíble cualquier error. En el ejemplo evolucionista más clásico, se afirma que la jirafa tiene el cuello tan largo porque prosperaron solamente las que pudieron alcanzar el alimento de las ramas altas. El inconveniente es que no han aparecido restos fósiles de jirafas en vías de desarrollo, puesto que son iguales desde su aparición, hace dos millones de años. Además, las crías de jirafa se hacen grandes alimentándose de las hojas bajas, y las hembras, que miden un metro menos que los machos, tampoco tienen problemas.
Con la difusión de las leyes genéticas, surgió el neodarwinismo, también llamado teoría sintética. La selección natural se unía ahora al que se suponía principal mecanismo del cambio: las mutaciones genéticas. Sabemos que casi todas son perjudiciales, incluso mortales, pero la selección natural hará que sólo se conserven y transmitan las favorables...
El registro fósil
Entre los 3 millones de especies vivas conocidas, no poseemos ninguna demostración real de la transformación de una especie en otra. Los especialistas en genética llevan años cultivando en laboratorio millones de drosófilas, las vulgares moscas del vinagre. Sus experiencias han permitido obtener formas nuevas, que difieren por el color de sus ojos, la forma de sus alas y el dibujo de sus colores. Pero no han obtenido nunca más que... drosófilas. Mucho más problemática se presenta la descendencia de los mamíferos y de las aves a partir de los reptiles; la de los reptiles a partir de los anfibios; y la de los anfibios a partir de los peces.
Darwin estaba convencido de que «el número de eslabones intermedios entre las especies actuales y las extinguidas tuvo que haber sido inconcebiblemente grande». En cuyo caso, por lógica, se estarían descubriendo constantemente fósiles de formas de transición. Pero sucede lo contrario: todo lo que descubrimos son especies bien definidas, que han aparecido y desaparecido súbitamente. La ausencia de formas de transición entre las especies ya desconcertó a Darwin: «Si las especies han descendido unas de otras mediante una fina gradación de pasos imperceptibles, ¿por qué no vemos por todas partes un sinfín de formas de transición?»
Hoy, el registro fósil sigue presentando dos características contrarias al darwinismo: el inmovilismo morfológico de las especies y su súbita aparición y desaparición. La Cuenca Bighorn en Estados Unidos contiene una secuencia fósil ininterrumpida a lo largo de 5 millones de años. Cuando fue descubierta, los paleontólogos supusieron que sería fácil concatenar varias especies. Pero no encontraron ni un solo caso de transición. Además, las especies permanecían invariables durante un período medio de 1 millón de años, antes de desaparecer bruscamente.
El azar y la finalidad
Cuando el evolucionista Gordon Taylor era director de los programas científicos televisivos de la BBC británica, solía contar el caso de los trilobites, pequeños animales que poblaron los mares primitivos. Al analizar sus ojos, se descubrió que habían resuelto problemas de óptica sumamente complejos: las lentes estaban formadas por el único material apropiado, cristales de calcita; tenían la curvatura exacta; estaban protegidas por una córnea y habían sido alineadas con precisión, de forma que no era necesario enfocar. Además, consiguieron desarrollar una lente para corregir la aberración óptica, idéntica a la que proponían con absoluto desconocimiento de los trilobites Descartes y Huyghens, y lo resolvieron 500 millones de años antes. Esto, concluye Taylor, parece un plan minucioso, y no el resultado de accidentes felices.
El plan al que alude Taylor no es otra cosa que la noción de finalidad, conocida desde los tiempos de Sócrates, pues el estudio de la realidad física descubre la existencia de planes y pautas de actividad. No es una noción científica como tampoco lo son la justicia o el amor, pero su evidencia es apabullante y pone de manifiesto que el conocimiento científico no abarca toda la realidad.
Dado que la finalidad no es un hecho empírico, con frecuencia se la sustituye por el azar, pero el azar tampoco es una realidad empírica. Además, va contra la evidencia del orden y la regularidad en la naturaleza. El propio Darwin nunca acabó de admitir la idea de que una estructura tan compleja como el ojo hubiera evolucionado por la acumulación casual de mutaciones favorables.
Creación y evolución
Por sorprendente que parezca, el mundo no tiene la explicación última de su existencia. Cada fenómeno cósmico puede quizá explicarse por una ley científica que lo remite a fenómenos anteriores, pero así no se explica el porqué de su realidad misma. Éste es un claro ejemplo de la distinción entre explicación científica y explicación filosófica.
La noción filosófica de creación afirma que la realidad ha sido producida de la nada. La evolución, en cambio, es una hipótesis científica que intenta explicar los mecanismos de cambio de los organismos biológicos. Por tanto, se ocupa del cambio de ciertos seres, no de la causa del ser de esos seres. De esta forma, se ve claro que la creación y la evolución no pueden entrar en conflicto, porque se mueven en planos diferentes. Sin embargo, lo hay. Y provocado por ambas partes.
Por parte del evolucionismo, cuando traspasa los límites de la ciencia y afirma que todo es materia. Por parte del creacionismo, cuando afirma que todo cambio equivale a una nueva acción creadora de la Causa primera; cuando no aprecia que la materia es esencialmente cambiante. La causalidad divina no es una causa más entre otras: es necesaria para dar razón del ser mismo de los vivientes y de sus leyes. Por eso, no sustituye a las causas naturales, ni se opone a ellas. Ernst Jünguer aclara así este punto: «La teoría de Darwin no plantea ningún problema teológico. La evolución transcurre en el tiempo; la creación, por el contrario, es su presupuesto».
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