Arguments / Diario Vasco
No es necesario aceptar que Cristo resucitó para estimar que el aborto es un crimen. Como tampoco es una cuestión sólo de fe la condena del asesinato o el robo. Esto lo recuerda Ignacio Sánchez Cámara, pero es patrimonio de toda la Humanidad: la defensa de la vida humana desde su comienzo y , por tanto, la oposición al aborto no es algo exclusivo de los católicos, sino que es algo que tienen en común casi todas las civilizaciones y todos los hombres y mujeres de bien, sean creyentes o agnósticos.
En esta base documental ya hay una treintena de artículos sobre el aborto, pero es necesario seguir con la batalla de las ideas. Como Juan Manuel de Prada afirma rotundamente, la cuestión del aborto es el gran caballo de batalla de nuestro tiempo. Lo mismo afirma José Ramón Ayllón en su libro "Ética Razonada": El aborto es el problema más grave de nuestro tiempo en relación con el respeto a la vida humana. Y recuerda el antiquísimo Juramento Hipocrático que es el fundamento de la deontología médica y que dice así: Me abstendré de administrar abortivos a las mujeres embarazadas.
Y mientras el gobierno socialista está preparando la nueva ley que permitirá abortar prácticamente cuando se quiera, la sociedad sigue como anestesiada, aceptando con pasmosa naturalidad semejante aberración colectiva; y además, aceptando que es un bien y un avance social, en defensa de los derechos de la mujer, etc., etc. Aunque sea algo ya muy repetido, no he podido dejar de pensar en aquello tan gráfico de Hannah Arendt cuando habla de "la banalidad del mal" en la sociedad alemana del nazismo: se aceptaban unos crímenes monstruosos, con total conformismo y sin un mínimo de pensamiento crítico sobre las consecuencias de semejantes acciones.
El Diario Vasco publica hoy (8-II-2009) un artículo titulado Médicos y Aborto, escrito por el médico Santiago Cárdenas, que merece una atenta lectura.
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Médicos y Aborto
Santiago Cárdenas, en Diario Vasco
Cuando en 1985 el primer gobierno socialista llevó al Congreso el proyecto de ley del aborto, diversas entidades culturales, académicas, profesionales y asociativas se vieron de alguna manera llamadas a pronunciarse sobre el tema. En la clase médica se produjo una escisión radical, expresión de la extremosidad de ciertas posturas en la sociedad en su conjunto.
Un grupo minoritario de médicos del Colegio de Guipúzcoa solicitó una convocatoria extraordinaria, a la que acudió un exiguo seis por ciento de la colegialidad, y en la que con la sola excepción del alarmado presidente Dr. Ignacio Barriola y de quien firma este escrito, se aprobó una moción a favor del «aborto libre y financiado por la Seguridad Social»; de nada me sirvió denunciar con energía el delito de homicidio que se estaba justificando con este acuerdo (la ley sólo preveía la «despenalización» del mismo).
La conmoción que causó este manifiesto entre tantos médicos colegiados (negligentes o justificadamente ausentes de este debate) llevó a que en la sesión ordinaria siguiente se volviesen radicalmente las tornas: durante los cuatro años siguientes fui elegido presidente de la comisión de Ética y Deontología del Colegio. Este cargo en todo caso resultó más testimonial que efectivo, quizás más por mis personales limitaciones en conseguir una concienciación y movilización efectiva antiaborto, y menos por la clara dificultad de detener la marea que se venía encima.
Presenté en sesión anual ordinaria (12 de junio de 1985) de la Junta Facultativa de la Policlínica Guipúzcoa una moción (que fue aprobada por unanimidad) y en la que se manifestó la «expresa renuncia a la calificación de Centro reconocido para la práctica de abortos en los supuestos contemplados por la ley».
Participé en una mesa redonda en San Sebastián debatiendo sobre el aborto con el concejal socialista Fernando Múgica (vilmente asesinado por ETA años más tarde) y en posturas radicalmente opuestas. Él negaba el homicidio, como lo hacen tanto el materialismo dialéctico como el liberalismo, introduciendo en la discusión un elemento sin base racional que lo sostenga: «el embrión, el feto no viable fuera del seno materno no es aún humano»; nada más alejado de la mera observación científica: el desarrollo somático y ontogénico del niño antes (y después) de nacer es un proceso de continuidad, no interrumpido, en el que no cabe más que la tendenciosidad a la hora de legislar sobre presuntos plazos que harían al aborto éticamente aceptable.
Hay que insistir en la carencia de base racional en la argumentación condescendiente para legitimar abortos (ya se sabe que nadie quiere ser estimado como pro-abortista. ¡no faltaba más!). Y reafirmar con energía que la tesis abortista, que niega derechos al no nacido indefenso, se pliega ante argumentos interesados de destrucción (eufemísticamente calificada como interrupción voluntaria del embarazo) por parte de progenitores y adláteres.
Conocemos las consecuencias de su victoria: más de 100.000 abortos este año en España; fotografías estremecedoras de fetos ejecutados; médicos de la pública que se niegan a participar en la matanza; sustanciales réditos económicos para clínicas abortistas privadas pagadas con nuestros impuestos; gastos de la administración pública para motivar con euros a sus ginecólogos (palabras del presidente andaluz señor Chávez).
Dos testimonios de peso: Julián Marías, filósofo de izquierdas (encarcelado por la dictadura tras la guerra civil, habiendo sido colaborador con El País, académico más tarde de Ciencias Morales y Políticas, emitió poco antes de morir estas palabras proféticas: «El terrorífico legado que las postrimerías del siglo XX va a dejar a la posteridad de la civilización es la hecatombe de abortos que se avecina». Y el escritor, polemista y héroe popular en la BBC TV, Malcolm Mudgeridge, escribió ya en 1988: «El aborto y la eutanasia constituyen un holocausto humano que superará con creces el número de asesinados por Hitler; y la sociedad moderna ha transformado la imagen tradicional de la familia en granja industrial cuyo único objetivo es el bienestar del ganado y el beneficio de la empresa».
Estamos ante un problema ético de profundo calado, en el que el recurso a «los casos límite» (sin duda respetables), a la eugenesia para evitar nacimientos con deformidades, a la aceptación de destrucción de «embriones sobrantes» en la técnicas de reproducción asistida. choca con la postura radical que la realidad argumental expuesta exige.
Querría tener una respuesta flexible, y no la encuentro. Dice Ramón Jáuregui, portavoz del P.S. en el Congreso, que «el Tribunal Constitucional sería ahora más flexible para no condenar una ley de plazos» como lo hizo en 1985. Jáuregui asume que la sociedad del 2009 se ha vuelto más progresista. ¿Pero aceptar una ley de plazos es, efectivamente progresista o más bien una vuelta de tuerca hacia atrás, hacia la injusticia? ¿Y la clase médica, experta, lo comparte?
El respeto absoluto a la vida del «no nacido» es compartido por doctrinas ético-filosóficas ajenas al cristianismo (juramento hipocrático que prohíbe recetar abortivos desde el siglo V antes de Cristo); por eso resulta falaz atribuir a la Iglesia Católica su exclusiva. Por el contrario, la ética relativista, de situación, carece de un asentamiento pensante sólido; de ahí su fracaso palpable en la legislación permisiva que no logra reducir la espantosa incidencia de los abortos.
La jornada de las Familias Cristianas hace una semana en la plaza de Colón de Madrid ha sido una respuesta necesaria y coherente; y el enfrentamiento con el Gobierno en el tema del aborto, con el proyecto de una nueva ley aún más permisiva a la vista, está plenamente justificado. Entren los sociólogos y legisladores, apoyándose en la realidad presente, en el camino difícil y aún penoso para acabar con esta lacra: Desmotivar la promiscuidad juvenil y adolescente; apoyar a las embarazadas solteras; apreciar y ayudar a las familias numerosas; facilitar las adopciones; y prestar su voz al niño inocente que no quiere otra cosa sino ejercer su derecho a vivir.Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
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