Los gobiernos que aspiran a perpetuarse en el poder tienden a destruir la moral
Gaceta de los Negocios
No es un problema sólo español; es, al menos, europeo. La crisis económica y la política son unos síntomas, eso sí gravísimos, de una profunda crisis de naturaleza moral. La política sólo se entiende en su contexto moral, y un contexto inmoral sólo puede producir el predominio de la inmoralidad pública. El fenómeno bien podría acogerse a una oportuna expresión de Chesterton: La abolición del hombre. Eso es, si no me equivoco, el sentido profundo del proceso, evitable, en el que estamos sumidos.
Todo lo demás es secundario y adjetivo. La abolición del hombre entraña la negación de su dignidad, y, con ella, de su vida y sus derechos. El desprecio a la vida, especialmente en sus primeras etapas y en las últimas, y la reducción de millones de hombres a condiciones de hambre, miseria y explotación son sus principales consecuencias. Ojalá nuestro problema se redujera al Gobierno de Zapatero. Él pasará, pero la crisis permanecerá, a menos que no se produzca una reacción intelectual y moral.
Una de las manifestaciones de este mal, tan radical que está vinculado a sus más profundas causas, reside en la pretensión del Estado, para ser más exactos, del Gobierno y de la mayoría parlamentaria que lo sustenta, de ejercer una especie de monopolio moral.
Olvidando que el Gobierno y el Parlamento tienen potestad para legislar en el ámbito del Derecho, pero no en el de la moral, pretenden que, por encima de sus criterios morales, no pueden prevalecen otros. Entonces, sólo fuera de lo que éste regule (moralmente), quedan en libertad los ciudadanos para vivir según sus propias convicciones. De ahí, que pretendan excluir a toda concepción religiosa o filosófica que exhiba unas convicciones morales absolutas y que, por lo tanto, aspire a la universalidad.
Pero no hay nada de totalitario, ni antidemocrático, ni fundamentalista en esta pretensión, siempre que aspire a imponerse mediante la fuerza de la razón y no mediante la violencia. Los gobiernos que aspiran a perpetuarse en el poder o a deslegitimar a la oposición, suelen tender a destruir la moral, salvo la suya, para impedir cualquier crítica a sus decisiones. Naturalmente, la cosa cambia en el caso de que pierdan las elecciones y pasen a la oposición. Entonces sí que existen verdades morales, las suyas, por encima de la legislación y del gobierno de sus rivales.
Si existe algo así como una ética civil, tendrá que identificarse, más o menos, con la moral social. En realidad, el Estado carece de toda competencia para decidir el bien y el mal en sentido moral. Menos aún tendrá esa competencia en exclusiva. Todo monopolio moral del poder es totalitario. Y toda institución o grupo o persona o confesión religiosa, que aspire a que sus convicciones morales tengan validez universal está en su derecho y no atenta contra la democracia mientras se limite a argumentar y persuadir.
Si todo monopolio lesiona los derechos de los ciudadanos, más aún lo hará este totalitario monopolio moral. En las democracias, el poder se asienta sobre la opinión pública. Pero, si contraviniendo el orden natural de las cosas, el poder político, que es fuerza, legítima pero fuerza, aspira a erigirse en autoridad moral, entonces el círculo totalitario está cerrado, y la libertad irremediablemente, se escapa.
Dondequiera veamos un Gobierno empeñado en erigirse en autoridad moral, podemos estar seguros de que su más íntima vocación es totalitaria. Otra cosa es que, como muchas veces sucede, despreciando la misma distinción, que no separación absoluta, entre el Derecho y la moral, algunas personas e instituciones pretendan imponer jurídicamente toda la (su) moral. Ésta es, sin duda, otra de las vías hacia el totalitarismo.
Pero, en una sociedad democrática, no hay que obligar a nadie a revelar de dónde proceden sus convicciones, a menos, naturalmente, que quiera declararlo, ni si las concibe o no como exigibles a todos. El Estado tiene el monopolio de la violencia legítima, pero no el de la moral verdadera.
Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía del Derecho