Para lograrlo hace falta que sean muchos los ciudadanos dispuestos a desafiar al poder
DiarioYa.es
No creo que la reciente sentencia del Tribunal Supremo sobre la polémica asignatura de Educación para la Ciudadanía haya sido una sorpresa para casi nadie. No es la primera vez que, habilidosamente, una ley se queda justo en el límite que le marcan la Constitución y los tribunales.
Es, no obstante, paradójico ver cómo pudo acabarse con el servicio militar obligatorio, por ejemplo, en nombre de la objeción de conciencia y considerar intolerable que unos pocos padres se nieguen a acatar una asignatura que se les ha impuesto sin ningún tipo de concesión ni negociación. Por otra parte, ese ha sido siempre el principal pecado de todo laicismo educativo: sus partidarios están convencidos de que tienen un código moral universal e infalible, y acaban por imponerlo, por más que pueda ofender o molestar a una parte importante de la población.
En cuanto a las dos actitudes tan diversas que han adoptado quienes se oponían a la ley, pienso que ambas son entendibles: tanto la de los padres objetores como la de los colegios que han optado por adaptar la asignatura a su ideario.
Hemos de agradecer a los primeros su valiente testimonio, que sin duda les está costado grandes sacrificios. Pienso que lejos de cejar en su empeño, siguiendo el ejemplo de quienes se oponían hace décadas al servicio militar, deberían seguir batallando, pues el único medio de que los tribunales reconozcan la objeción de conciencia es la insumisión. El problema es que para lograrlo hace falta que sean muchos los ciudadanos dispuestos a desafiar al poder, y no parece que en nuestro país andemos sobrados de héroes dispuestos a sacrificarse por sus convicciones.
En lo que a los centros educativos respecta, se encontraban entre la espada y la pared: si se hubiesen negado a impartir la asignatura, habría ahora una excusa perfecta para anular los conciertos y acabar con buena parte de la enseñanza no estatal. Finalmente, los colegios católicos han optado en cierto modo por la resistencia pasiva, y creo que ha sido una decisión prudente.
¿En qué situación quedan las cosas a partir de ahora? Pienso que los objetores tienen dos vías de acción. Deberían seguir intentando recabar el apoyo de más padres. Si el número de adhesiones fuera muy importante, por ejemplo, varios centenares de miles, sospecho que el Gobierno no se atrevería a denegar el título a los niños que no hayan cursado la Educación para la Ciudadanía. Y si las sanciones no se producen, aumentaría exponencialmente el número de objeciones, como sucedió en el caso del servicio militar, y la malhadada asignatura sería letra muerta.
En el caso de la escuela pública, tienen también la posibilidad de impedir, mediante los oportunos recursos, que se utilicen determinados manuales que tienen un carácter claramente adoctrinador. El que los decretos recurridos sean legales, no implica que lo sea el contenido de determinados libros de texto. Puesto que las administraciones públicas, que deberían velar por la neutralidad de la enseñanza pública, no parecen dispuestas a hacer nada al respecto, supongo que tendrán que ser los padres y los tribunales los que eviten que sus hijos sean adoctrinados. Porque ese es el peligro real, que en las escuelas públicas al amparo de dicha asignatura, un profesor decida y pueda defender posturas morales o políticas personales opuestas a la de los padres.
En cuanto a la escuela no estatal, debería ser libre de emplear cualquier manual, siempre que su contenido no atente contra las leyes. Es más, deberían aprovechar la oportunidad para hablar claro sobre cuestiones morales y políticas de actualidad. El que en las escuelas públicas, que deben ser neutrales, no puedan manifestarse opiniones morales personales, no implica que no sea legítimo hacerlo en las escuelas privadas, siempre que ello no vaya contra el ideario. De lo contrario, acabaríamos por convertir en público todo el sistema escolar.
Javier Laspalas, Profesor del departamento de Educación de la UNAV