Sólo así se entiende a la persona: uno es destinatario inmerecido de la entrega de otras personas
Las Provincias
En el mes de octubre la Comisión Europea presentó un importante paquete de medidas para la protección laboral de las trabajadoras que deseen tener hijos. Los funcionarios comunitarios, con una acertada visión de futuro, pretenden fomentar la natalidad al tiempo que tampoco quieren perder a las mujeres para el mercado laboral. Un permiso de maternidad más generoso, junto con la garantía de que se respetarán las ventajas del puesto de trabajador a la vuelta de ese tiempo, son algunas de las disposiciones que se van a impulsar desde Bruselas para paliar la crisis demográfica de la Unión Europea.
Esta mayor protección laboral de las madres mejora las circunstancias para la atención de los niños que acaban de nacer. Sin embargo, no es difícil cuestionarse el alcance real de esta iniciativa. Si la sociedad europea, y de modo más acuciante la española, se encuentra en peligro de no asegurar el relevo generacional, ¿hasta qué punto unas circunstancias favorables políticamente inducidas van a estimular eficazmente la venida de nuevos niños? Sin duda lo hacen más propicio, pero no parece que sea ese el motivo principal por el que no tengamos más hijos.
En lo que todo el mundo estamos de acuerdo es en que tener hijos supone complicarse la vida. Y, además, cada hijo es un mundo único en sí mismo, y los padres han de desarrollar una capacidad creativa para atenderles de modo adecuado. Los problemas derivados de la educación de los hijos acompañarán a los padres realmente durante toda su vida, y la incertidumbre de cómo "saldrá" el nuevo hijo puede abrumar a cualquiera. No parece, pues, fácil compaginar una vida cómoda con formar una familia de varios hijos.
Si hay pocos hijos es señal de la pérdida de confianza en el futuro. El bienestar material trae como consecuencia el ahogo de la proyección hacia lo que vale la pena, sobre todo si lo que vale la pena conlleva un esfuerzo y un compromiso personal.
La educación sexual que se promueve desde las instituciones públicas está basada en un planteamiento de medios: se enseña las múltiples posibilidades que ofrece la propia sexualidad con el único límite de la seguridad. El sexo seguro es un ídolo que tiene muchos predicadores, y, como toda idolatría, su eficacia está apoyada en el miedo y en la amenaza. Y no hay nada que sofoque tanto la esperanza como el miedo.
A la vista de este planteamiento educativo y de los resultados demográficos que está trayendo, da la impresión de que se conoce una imagen falseada de la sexualidad, y quizá por eso va rodeada de tantos miedos y prevenciones. En cambio, el rostro auténtico de la sexualidad está vinculado con la dimensión personal y la experiencia del encuentro. Las relaciones sexuales entre animales se producen en época de celo y siguiendo el dinamismo estímulo-respuesta. En el hombre hay algo más: las relaciones sexuales tienen la capacidad de expresar el don íntimo personal del hombre para la mujer y de la mujer para el hombre. Pero no se acaba aquí. Este regalo mutuo y personalísimo resulta tan fecundo para ambos, que tiene la virtualidad de alumbrar una nueva persona como fruto del amor entregado.
Ser padre o ser madre no se debe a unas condiciones externas ideales, que nunca llegarán a gusto de todos. La urgencia demográfica apremia, en el fondo, a un cambio de mente. Y este cambio de mente pasa por una nueva visión del ombligo, pues de forma más o menos explícita se fomenta entre los jóvenes la actitud de "mirarse el ombligo". Manifestaciones de esta actitud son, por ejemplo, el afán de diversión como meta incuestionable cada fin de semana, una atención desproporcionada a la propia imagen o el deseo de ser conocido y de tener fama.
Y, sin embargo, si uno de verdad se para a mirar su ombligo, caerá en la cuenta de que esta señal corporal es el recordatorio permanente de que nuestro cuerpo y nuestra vida son recibidos de otros. Es un símbolo del amor gratuito de nuestros padres, y, de modo particular, de los sacrificios heroicos de nuestra madre. De la misma forma que el ombligo se encuentra en el centro del cuerpo, también en el centro de nuestra vida descubrimos que somos objeto del amor desinteresado de otros. Sólo así se entiende a la persona: uno es destinatario inmerecido de la entrega de otras personas. Si una política natalista quiere de verdad ser eficaz, no podrá dejar de lado una educación y una cultura que contribuya a esta nueva mirada de nuestro ombligo.