La contribución más importante es el esfuerzo de cada cristiano por llevar una vida coherente con el Evangelio
La Verdad (Semanario diocesano de la Iglesia en Navarra)
En 1910 tuvo lugar en Edimburgo una Conferencia mundial de los misioneros protestantes, donde un delegado de las jóvenes iglesias (los recién convertidos al cristianismo) del Extremo Oriente, se alzó para expresar una súplica:
Vosotros nos habéis mandado misioneros que nos han dado a conocer a Jesucristo, por lo que os estamos agradecidos. Pero al mismo tiempo, nos habéis traído vuestras distinciones y divisiones: unos nos predican el metodismo, otros el luteranismo, otros el congregacionalismo o el episcopalismo. Nosotros os suplicamos que nos prediquéis el Evangelio y dejéis a Jesucristo suscitar en el seno de nuestros pueblos, por la acción del Espíritu Santo, la Iglesia.
Estas palabras sencillas e impresionantes simbolizan la conciencia, que se tomó entonces, de qué necesaria es la unidad para la difusión del Evangelio y, por tanto, para la unidad y la paz del mundo. Aquella reunión marcó el inicio del Movimiento ecuménico. La Iglesia católica se unió plenamente a ese movimiento a partir del Concilio Vaticano II, pero ya en las décadas anteriores había reconocido que se trataba de una inspiración del Espíritu Santo.
Las principales divisiones entre los cristianos antes de nuestro tiempo son dos: la producida en el siglo XI entre Occidente y Oriente (con los ortodoxos), y la crisis de los Reformadores (protestantes) en el siglo XVI. El Concilio Vaticano II puso las bases para la tarea ecuménica (la promoción de la unidad de los cristianos) por parte de los católicos: la importancia, ante todo, del Bautismo y de los elementos de verdad y bien que poseen las Iglesias y comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica.
Antes de su pasión, Jesús rezó por la unidad de sus discípulos, y por tanto por la unidad de los cristianos, de todos los bautizados. Y no quería para ellos una unidad cualquiera, sino que participaran de aquella unidad que Él mismo tenía con su Padre: Que todos sean uno (ut unum sint), como tú Padre en mí y yo en ti; que sean uno como nosotros somos uno.
Sobre esta oración de Jesús escribió Juan Pablo II: La invocación que sean uno es, a la vez, imperativo que nos obliga, fuerza que nos sostiene y saludable reproche por nuestra desidia y estrechez de corazón. La confianza de poder alcanzar, incluso en la historia, la comunión plena y visible de todos los cristianos se apoya en la plegaria de Jesús, no en nuestras capacidades.
La promoción de la unidad es, por tanto, deber y responsabilidad de todos los bautizados; no sólo porque la unidad es voluntad de Dios, sino porque la división es un escándalo que perjudica la extensión del Evangelio. Benedicto XVI ha hecho de esta tarea una de las prioridades de su pontificado.
El ecumenismo se lleva a cabo en diversos planos: teológico o doctrinal (llamado diálogo ecuménico), entre especialistas; institucional, entre las autoridades de la Iglesia católica y de las distintas confesiones cristianas; espiritual (a partir de la oración de todos los cristianos); y práctico, por medio de la colaboración en el bien común, en la justicia y en la caridad.
La contribución más importante a la unión de los cristianos es el esfuerzo de cada cristiano por llevar una vida coherente con el Evangelio. Junto con esto, la oración privada y pública, como en la Semana de oración por la unidad de los cristianos (del 18 al 25 de enero), comenzada por Paul Wattson en 1908. La oración es el alma del movimiento ecuménico, su origen y su principal y continuo impulso. Además de la Misa (principal oración), se pueden ofrecer por esta intención las actividades cotidianas: las tareas familiares, el trabajo, la enfermedad, etc.
Todo ello ha de conducir a acrecentar la fraternidad, primero entre los católicos (evitando las críticas destructivas, las ironías y las polémicas) y después con los demás cristianos. También deben cuidarse: el conocimiento de la doctrina cristiana, el mutuo conocimiento entre las diversas tradiciones cristianas (incluyendo sus mártires), el testimonio común de la fe y la colaboración con los otros cristianos en los diferentes aspectos de la justicia y la caridad.
A veces se dice, con más o menos fundamento: somos lo que comemos, lo que hablamos, lo que pensamos o leemos... Sobre todo habría que decir: una persona es aquello que ama. Un cristiano tendría que poder definirse como aquél que, en todo lo que piensa, siente y realiza, busca siempre lo que une, no lo que separa. Aquél que ama la unidad.
Ramiro Pellitero, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra