La cuestión no es tanto que Dios fuera una preocupación que impide disfrutar de la vida
Gaceta de los Negocios
La duda sobre la existencia de Dios, o si se prefiere sobre la existencia de los dioses que adoraba la ciudad, ha sido permanente. De hecho, en el siglo XX, las dos grandes convicciones ideológicas que se disputaron el dominio del crimen en nuestro planeta habían sustituido el probablemente Dios no existe por la necesaria negación de Dios, fundamental para sustituir las adoraciones por la raza o el proletariado mundial.
En esas circunstancias, Dios reapareció como la esperanza, no tanto de que no había que preocuparse, sino de la única posibilidad de un mínimo de Justicia, ya fuera ahora o luego. Es cierto que la enormidad de lo sucedido también empujó a mucha gente a un ateísmo más decente que el puramente ideológico o el de pompa de jabón con el que nos obsequian estos días, pero éste, lejos de generar tranquilidad o falta de preocupación, generaba nuevos y radicales problemas, una notable angustia.
La cuestión no es tanto que Dios fuera una preocupación que impide disfrutar de la vida, sino que para muchos el sentido de la vida, de la superación de la injusticia, se alcanza en la difícil convicción de la existencia de un Dios que se preocupa por los hombres. No para todos Dios representa, de hecho una esperanza, pero un mínimo respeto exige desde los ateos o desde los creyentes admitir al menos dos cosas. Una es que la firme duda sobre la existencia de Dios no genera en los más inteligentes de quienes lo han percibido, véase, por ejemplo a Nietsche, ninguna tranquilidad, otra es que la esperanza para muchos de la existencia de Dios puede sufrir por el comportamiento de los creyentes pero no por el ñoño lema, propio de una campaña de refrescos, de que hay que dejar de preocuparse.
Pues además, la llamada a la despreocupación con la que está cayendo no parece especialmente fiable. Da la sensación que para algunos militantes lo trascendental es afirmarse en sus derechos como negadores de Dios, como grupo que acceda a los beneficios de las religiones. Esa sí parece una preocupación. En lo demás se confunden con el paisaje de producción-consumo que nos agobia, en las máscaras de ídolos, ciertamente fugaces en los últimos siglos, que pretenden tranquilizarnos. Si Dios es justo sólo nos crea una tranquilidad a medias, por nuestra triste implicación o al menos indiferencia hacia los crímenes que claman al cielo; pero sus sucedáneos, en cambio, no calman ante el duro y real rostro del mundo en el que nos encontramos. Es más, a muchos Dios les sirve para preocuparse por lo verdaderamente importante ahora que aquello en lo que pusieron su corazón se derrumba con las cotizaciones bursátiles. Puestos a buscar lemas, el de la periodista británica es tan yuppie como vacío.
José Miguel Serrano es profesor de Filosofía del Derecho