Lo que se opone a ambas cosas es que el Estado intervenga con una suplantación de las atribuciones de los padres
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No es legítimo hablar de una paternidad responsable si se prescinde de la responsabilidad educativa que conlleva la procreación
La educación es el complemento natural de la procreación, algo que ésta reclama para su propio efecto, en virtud, justamente, de la necesidad que en él existe de ser ayudado y atendido en el proceso de su desarrollo. Así es realmente cómo la actividad educativa prolonga, de una manera natural, a la generación o procreación.
Estamos, por tanto, hablando de un auténtico nexo natural entre lo uno y lo otro, hasta tal punto que la educación no se limita a añadirse a la procreación como si sólo fuese respecto de ésta un perfeccionamiento o complemento puramente exterior y, por ello mismo, no exigido desde el ser de la prole en cuanto tal.
Tan íntima es, por el contrario, la unidad entre la educación y la procreación, que ésta tiende a prolongarse en la actividad educativa como en su propia forma de plenitud y merced a un impulso esencialmente idéntico en lo que es de la esencia de la paternidad propia del hombre.
De ahí la necesidad de sostener que los primeros responsables naturales de la actividad educativa son los progenitores. La responsabilidad natural de la educación tiene el sentido de una consecuencia natural de la responsabilidad propia de los padres.
Lógicamente se comprende bien que la ideología colectivista no tome como punto de partida, para su forma de interpretar la educación, ese íntimo nexo natural entre ésta y la procreación. Pero no hay forma, en cambio, de entender que se atente contra este nexo cuando la mentalidad de que se parte es la que afirma los derechos y los deberes que naturalmente se derivan de la responsable libertad del ser humano como algo anterior a cualquier derecho positivo.
No es legítimo hablar de una paternidad responsable si se prescinde en la teoría o en la práctica de la responsabilidad educativa que conlleva la procreación. Tal responsabilidad es un derecho en la misma medida en que es también un deber. Por ello mismo hay ya en su fundamento natural una objetiva exigencia de recabar y poner todas las condiciones que hacen posible cumplirlos con la más plena sinceridad en la intención.
La conciencia de la responsabilidad educativa que los padres tenemos precisamente porque somos padres no se puede escindir de la conciencia de nuestra libertad como personas humanas. Tal escisión, que pretende justificarse con las falsas razones de una actitud egoísta, no tiene nada que ver con la más noble acepción de todo auténtico y esencial liberalismo, porque éste precisamente es consecuencia con los más altos valores de la libertad si al mismo tiempo se enlaza con la responsabilidad indeclinable que nuestras libres decisiones nos confieren.
En consecuencia, tampoco puede admitirse, moralmente, una libre renuncia de los padres a su derecho y deber de elegir los educadores que les suplan en lo que no puedan realizar para la formación de sus hijos. Sin duda alguna, los padres tenemos que delegar toda una serie de aspectos de la realización de esa tarea. Pero lo que no podemos delegar es el derecho-deber de elegir las personas que en esos aspectos nos sustituyan. Pretender que ambas cosas son idénticas es salirse por la tangente de una inexcusable confusión, solamente posible cuando se empieza por no querer asumir la esencial responsabilidad educativa que va implícita en el sentido de toda paternidad.
También es claro que los padres podemos pedir consejo para la elección de los centros en que vayan a formarse nuestros hijos. Pero el consejo no quita la responsabilidad a quien lo pide, ni el pedirlo deja de ser un ejercicio de nuestro libre albedrío. Lo que se opone a ambas cosas es que el Estado intervenga con una suplantación de las atribuciones de los padres, pretendiendo tener más altos títulos que los que éstos poseen, o como haciéndoles un favor que en realidad tendrían que agradecerle.
Hay favores que no pueden admitirse. Seguramente, el desarrollo de esta idea nos llevaría muy lejos en la crítica del intervencionismo del Estado. Sin embargo, aquí hemos de limitarnos a rechazar la idea del presunto favor que los gobernantes nos harían al descargarnos de una de las dimensiones integradas en la responsabilidad educativa que como padres tenemos. No queremos ese favor. Y no lo queremos, sencillamente porque estamos dispuestos a asumir las cargas y los derechos naturales, fundamentalmente intransferibles, de una paternidad que se prolonga en la noble tarea de la educación de nuestros hijos.