Estamos tan enfangados en la disputa de lo menudo que lo grande suele pasarnos inadvertido
ABC
En estos días últimos saltaba una noticia a la que casi ningún periódico prestaba importancia, como suele ocurrir con casi todas las noticias importantes. Y es que estamos tan enfangados en la disputa de lo menudo que lo grande suele pasarnos inadvertido; en esto se comprueba que poco o nada hemos cambiado desde hace dos mil años, cuando lo más grande que ocurrió en la Tierra sólo fue advertido por unos pocos pastores, unos sabios venidos de Oriente y un rey celoso de preservar sus privilegios.
Pocos periódicos del mundo se hicieron eco de la noticia; y los pocos que se hicieron eco le concedieron ese tratamiento entre condescendiente y remolón que se dispensa a las noticias pintorescas, apenas reseñables en una gacetilla o un titular esquinado. La noticia en cuestión nos hacía saber que la Santa Sede había dejado sin efecto la cláusula del Tratado de Letrán, suscrito en 1929 con el Estado italiano, en virtud de la cual el ordenamiento jurídico italiano se aplicaba de forma automática en territorio vaticano; a partir de ahora, tal ordenamiento pasará a la categoría de «fuente supletoria» del ordenamiento propio, basado en el derecho canónico y en última instancia en la ley natural.
Para la mentalidad contemporánea, tan embarullada en cuestiones nimias, una noticia tan importante debe antojársele, en efecto, de una nimiedad abrumadora. A fin de cuentas, no es muy probable que en el Estado Vaticano abunden los desórdenes callejeros, ni que se convoquen muchas oposiciones, ni que se recalifiquen muchos terrenos, ni que se hayan de repartir muchas herencias disputadas; tampoco es demasiado probable (¡aunque nunca se sabe!) que Sus Eminencias se dediquen a matarse entre sí, así que ¡allá se las compongan ellos con su derecho canónico, si no quieren aplicar las leyes italianas!
Este es el comentario que para la mentalidad contemporánea merece la noticia sobre la que ahora llamamos la atención. Pero la noticia de marras propone otra reflexión de alcance mucho más profundo; tan profundo que casi nadie se ha molestado en zambullirse en sus aguas. Y, sin embargo, esta reflexión es la más acuciante a la que hoy puede enfrentarse el hombre contemporáneo; sólo que el hombre contemporáneo está tan ocupado en dejarse arrastrar por el alud de asuntos nimios con que cada día lo sobresalta la prensa que no tiene tiempo, ni capacidad, para embarcarse en reflexiones de enjundia. Y así, incapacitado para lo que de veras importa, se va deslizando plácidamente hacia el precipicio.
El Vaticano, a través de esta comunicación de apariencia pintoresca, proponía al hombre contemporáneo, y muy especialmente a los católicos, una meditación sobre la desnaturalización progresiva del Derecho, que en sus plasmaciones positivas ha dejado de fundarse en un razonamiento ético objetivo para convertirse en una coartada legal que se legitima en las cambiantes coyunturas sociales. Desde el momento en que el Derecho deja de encarnar juicios universalmente válidos en torno a lo que es justo e injusto, deja de ser razonable; y en esa andadura hacia la sinrazón que los derechos positivos han iniciado se amparan leyes inicuas y se malversa el concepto medular de «derecho humano», que ya no se basa en una ley moral superior, «modelo común para todos los seres humanos», sino en las decisiones cambiantes de los políticos y en las apetencias, intereses, anhelos y meras pulsiones emotivas de una sedicente mayoría que, apoyada en las aritméticas parlamentarias, establece caprichosamente lo que es justo e injusto.
Frente a esta concepción desnaturalizada del Derecho, Roma nos recuerda que el Derecho ha de fundarse en unos principios irrenunciables e inmutables que no son objeto de comercio político; y, simbólicamente, renuncia a la aplicación automática de la ley italiana. Pero, más allá de la anécdota, la reflexión que nos propone es de un tamaño gigantesco; tan gigantesco que los periódicos, tan embrollados en nimiedades, no pueden albergarla, no pueden ni siquiera olerla. No vendría mal que los Reyes Magos repartiesen ejemplares de la Política de Aristóteles entre el gremio periodístico.