Hemos dado en la pintoresca locura de creer que quienes hacen cosas naturales han perdido la chaveta
ABC
Hace algunas semanas saltó a los teletipos la noticia de que Gramsci, quizá el más importante intelectual marxista (si el oxímoron es tolerable) del pasado siglo, murió buscando a Dios y nadie pareció demasiado conmovido; a buen seguro, la gente pensó que el tal Gramsci habría perdido la chaveta. Lo mismo pensaría la gente si mañana leyera que tal o cual hombre ilustre ha muerto plantando árboles, al estilo de Chateaubriand.
Y es que hemos dado en la pintoresca locura de creer que quienes hacen cosas naturales han perdido la chaveta. En cambio, nos cuentan que unos astronautas han muerto achicharrados, cuando el cohete que los transportaba entró en contacto con la estratosfera, y la noticia nos provoca una muy sincera conmoción, pese a que viajar en cohete es a todas luces una actividad mucho más insensata (mucho más lunática, si se me acepta la broma) que buscar a Dios o plantar árboles.
Chesterton ya nos advertía que vivimos en una sociedad extraordinariamente grotesca, que toma por locos risibles a quienes se mataron por encontrar el sepulcro de Cristo a la vez que conmemora solemnemente a quienes se mataron por encontrar el Polo Sur.
Puesto que hemos perdido la chaveta, las cosas naturales y conmovedoras se nos antojan insensatas; y las insensatas, naturales y conmovedoras. Una persona sensata era, hasta hace relativamente poco tiempo, la que tenía puestos los pies en el suelo y la mirada en el cielo. El suelo era el fundamento ineludible de las cosas destinadas a perdurar; y los hombres, para afirmarse como los árboles, hundían sus raíces en la tierra elemental. Y, como los árboles, elevaban sus brazos a lo alto, de donde cuelgan el ideal y la fe; y, al hacerlo, se sorprendían cantando, porque descubrían de súbito que en su corazón anidaba un pájaro.
Enraizados a la tierra que les daba sustento, con los pies bien plantados en el suelo, los hombres no tardaban en elevar su mirada al cielo; y enseguida descubrían que entre el suelo y el cielo hay un vínculo cristalino, de tal modo que buscar a Dios y plantar árboles se convierten en expresiones equilibradas de una misma vocación natural.
Pero hoy los hombres hemos sido exiliados de esa vocación natural: nos han desarraigado del suelo y nos han impedido elevar la mirada al cielo; y, huérfanos de suelo y de cielo, sobrevivimos en una estratosfera aturdidora en la que nos hacen creer que pronto rozaremos las estrellas con las yemas de los dedos, cuando lo único cierto es que vamos a morir achicharrados en apenas cuarenta segundos, como los astronautas de marras.
Un hombre que estuviese dispuesto a luchar en defensa de su cielo, de su fe, nos parecería hoy un pringado, lo mismo que un hombre que luchase en defensa de su suelo, de su tierra; en cambio, nos ordenan que luchemos por esa estratosfera aturdidora en la que nos obligan a bracear estúpidamente, ¡y luchamos como jabatos! A esa estratosfera le han puesto nombres muy rumbosos y solemnes que si Ideología, que si Progreso, que si Bienestar, que si Patatín, que si Patatán; y ahí estamos todos a la gresca, como pobres diablos, pensando que tales nombres son firmes como el suelo y eternos como el cielo.
Un día nos dicen que al cohete que nos transporta por la estratosfera se le han parado los motores y se desata el pánico, porque nos falta el suelo en los pies y el cielo en la mirada. Afirman algunos que esta crisis económica que hoy amenaza con achicharrarnos tiene raíces más profundas que las meramente económicas; pero lo cierto es que esta crisis es la consecuencia natural de una vida a la que le han arrancado sus raíces en el suelo y en el cielo, y por añadidura el vínculo cristalino que une ambas. Y así, braceando frenéticamente en esta vida sin suelo ni cielo, como chiquilines extraviados, entramos en el nuevo año.
Hasta que no palpemos el fondo de oscuridad que anida en la estratosfera, no podremos admirar la luz que viene del cielo y bendice el suelo. A las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan les deseo un feliz Año Nuevo: con los pies en el suelo y la mirada en el cielo, como los árboles.