Es natural que busquen la solución en el Estado; quizá tan natural como en cierto sentido equivocado
Gaceta de los Negocios
La pobreza y la miseria nunca nos habían abandonado, pero ahora crecen hasta magnitudes insoportables. O, tal vez, acerca de la llamada cuestión social soportamos todo. Es natural que muchos busquen la solución en el Estado; quizá tan natural como en cierto sentido equivocado. La verdad es que el experimento se ha ensayado muchas veces y siempre ha fracasado. Al Estado le corresponde el deber de buscar la justicia social, pero no la administración de la generosidad o la solidaridad, que son virtudes personales. Una cosa es dar a cada uno lo suyo y otra quitarle a uno lo suyo para dárselo a otro. Esto último sólo puede hacerlo legítimamente uno mismo. No se puede ser generoso por decreto ley ni a golpe de legislación.
Pero la erradicación de la pobreza sí es parte de la justicia social, aunque se trate, por lo visto, de un objetivo muy difícil de alcanzar. Tengo la impresión de que al Estado, al menos tal como lo conocemos, hay que pedirle antes que otra cosa que deje de contribuir al aumento de la miseria. Para empezar, no crea riqueza, sino que más bien la consume, cuando no la malgasta y despilfarra. La verdad nunca es demagógica. Los gobiernos son hoy, en general, más una máquina de generar miseria que de combatirla. La ideología no alivia el hambre.
Ante la gravedad de lo que nos sucede, provoca escándalo contemplar cómo se gasta el dinero público, por no hablar de la pura corrupción. En estas condiciones, habría que crear una magistratura independiente de la clase política encargada de vetar todas las partidas presupuestarias innecesarias, es decir, nocivas e injustas. Entonces se vería claro que no hay que recurrir al déficit público, como pretenden los socialistas, sino al ahorro. Lo cierto es que el Estado dedica muy poco a lo que cabría calificar, en propiedad, como gasto social. Otra cosa es el gasto socialista, porque lo de los despachos, coches y viajes no es cosa de demagogia, sino de inmoralidad.
Quienes van sucumbiendo entre nosotros, no en tierras lejanas, a la miseria no son aliviados por el Gobierno, sino por instituciones privadas y, muy especialmente, por la Iglesia católica. Acaso esta sea una de las claves de la hostilidad contra el catolicismo. Quienes profesan una impostada generosidad por cuenta ajena difícilmente soportan la visión de los verdaderos generosos. Quienes viven del cuento y de las cuentas públicas no soportan las noticias de esos héroes cercanos y cotidianos a quienes impulsa su fe en Dios y en la vida eterna.
Lo cierto es que los pobres y marginados no acuden precisamente a la beneficencia del Estado, esa contradicción en los términos. Al parecer, saben distinguir entre quienes predican y quienes dan trigo. Naturalmente, todo esto no significa que todos los políticos y todas las políticas sean iguales, que no lo son, pero sí significa que la solución de la cuestión social depende infinitamente más de la generosidad de las personas que de las políticas macroeconómicas. En este sentido, no le falta alguna razón a la exageración liberal que sostiene que la mejor política económica es la que no existe. Al Capone sería un terrible ministro de Hacienda, pero me temo que Robin Hood no sería mucho mejor. Lo que la injusticia estatal estropea sólo lo enmienda la generosidad privada. Y en este capítulo le corresponde a la Iglesia católica la medalla de oro de la beneficencia. No es extraño que el Gobierno anuncie una nueva ofensiva laicista. Le va mucho en ello.
Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía del Derecho