El relativismo ético goza de una inmerecida buena reputación
Gaceta de los Negocios
Al relativismo ético le corresponde una responsabilidad fundamental sobre la crisis moral de nuestras sociedades occidentales. Si se niega la existencia de criterios objetivos o universales para distinguir entre el bien y el mal, la frontera entre ambos resulta porosa, y queda abierta la vía que conduce a la abolición del bien. El relativismo ético goza de una inmerecida buena reputación. Es cierto que, aparentemente, resulta convincente, y que es innegable la discrepancia de opiniones morales y la influencia sobre ellas de factores sociales y culturales, y que suele ir vinculado, erróneamente, a posiciones tolerantes y liberales, no dogmáticas. Pero constituye un viejo error filosófico, que data, al menos, del siglo V antes de nuestra era, con el sofista Protágoras.
En realidad, no se puede decir que proliferen los verdaderos relativistas, los consecuentes. La especie dominante es más bien la de los falsos relativistas de pacotilla, que esgrimen su posición sólo como arma arrojadiza frente al adversario, pero que, cuando se trata de defender sus propias posiciones, se muestran como intransigentes dogmáticos. En realidad, el relativista suele ser un absolutista de lo relativo. Así, invirtiendo lo que es correcto, absolutiza el Derecho, es decir, lo relativo, mientras que relativiza lo absoluto, es decir, la moral. Tampoco es cierto, por lo demás, que el liberalismo y la democracia obtengan su fundamento del relativismo ético.
Existe, sin duda, algo mucho peor que el relativismo y es la suplantación del bien por el mal, es decir, la absolutización del mal, o, si se prefiere una expresión más suave, del error moral. No queda aquí ya ningún rastro de relativismo. El radicalismo de izquierda tiene poco o nada de relativista.
Viene a cuento todo lo anterior, al menos eso espero, del necesario diagnóstico de la posición de nuestro Gobierno, al que muchos reprochan su relativismo moral. No niego que haya algo de eso, pero, si sólo se tratara de relativismo, el problema no sería quizá tan grave. Un relativista consecuente nunca considerará que el aborto sea un delito (a menos que así lo decida la mayoría), pero tampoco un derecho de las mujeres. Quien dice que el aborto voluntario es un derecho es tan poco o nada relativista como quien sostiene que es un crimen. El problema reside en determinar cuál de los dos absolutismos es el correcto.
Algo semejante puede decirse de la eutanasia, la pena de muerte y otras muchas cuestiones morales y jurídicas. Un relativista consecuente no pretenderá nunca adoctrinar moralmente a los estudiantes, ya que niega la existencia de verdades en el orden moral. El Gobierno no asume el relativismo sino una determinada visión moral (o inmoral) que pretende imponer a toda la sociedad. En muchos casos, niega valores y promueve contravalores. Por eso, aún reconociendo su acierto parcial, me parece incluso un poco ingenua la calificación de buenismo aplicada a la política y a la actitud pública del presidente del Gobierno.
Estamos muchos más cerca de un proyecto de ingeniería social, basado en una negación de los bienes y valores (añadir tradicionales resulta innecesario), especialmente cristianos, que de un pensamiento débil que fomenta, desde la asunción del relativismo, el valor de la tolerancia y del respeto entre concepciones morales y religiosas diferentes. Por el contrario, aspira a la imposición de sus opiniones. La insistencia en la concesión de nuevos derechos refuta, por sí misma, la existencia de nada parecido al relativismo.
Algo peor aún que la tiranía del relativismo, es la dictadura del mal, es decir, la inversión del orden jerárquico de los valores, la preferencia de los inferiores sobre los superiores, la prioridad de la negación de los valores frente a su realización y defensa; en suma, la opción por el mal. En cierto sentido, cabría afirmar que el relativismo sólo es el primer gran paso en la abolición del bien. El segundo extrae las más perversas consecuencias: la defensa de lo malo o de lo peor. En el horizonte, si no se rectifica el rumbo, no nos aguarda la tolerancia ni una moral débil, sino la pura abolición del bien.
Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía del Derecho