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La Navidad no está en crisis porque Dios no es efímero ni contingente como nosotros y las cosas que ha creado. Está, puede que esté en el alma humana y si es así es justamente por querer ser independiente de Quien quiera o no depende. La soberbia de querer pasar de Dios produce todas las crisis que flagelan a la humanidad. Ahí está la raíz de las crisis humanas pero no lo estará nunca la Navidad, la celebración de la entrada en el mundo nuestro Dios, de Quien habitó eternamente en el Cielo y ahora, después de su venida para morir y así redimirnos, continúa haciéndolo con cuerpo humano como el nuestro, de manera gloriosa e inmortal.
La Liturgia perfecta conocedora de nuestra condición y limitación nos sitúa ante la grandeza que supone que Dios sea uno de las nuestros. Para ello comienza recordando que la revelación cristiana manifiesta realmente una extraordinaria riqueza acerca del misterio de la creación, un signo nada pequeño y sí muy conmovedor de la ternura de Dios por el hombre. La Biblia se abre con dos narraciones de la creación donde todo tiene origen en Dios: las cosas, la vida, el hombre. Este origen se enlaza con el otro capítulo sobre el pecado y el mal que habita del hombre. Pero Dios nunca abandona a sus criaturas. Y una llamada de esperanza se enciende antes de la sentencia de muerte y demás consecuencias y castigos fruto de la desobediencia. Dios sufre castigando y goza dando esperanza y perdón. Estos tres hilos: la acción creadora y positiva de Dios, la rebelión del hombre y, ya desde los orígenes, la promesa por parte de Dios de un mundo nuevo, forman el tejido de la historia de la salvación, determinando el contenido global de la fe cristiana en la creación [1].
La verdad de que Dios ha creado, es decir, que ha sacado todo lo que existe fuera de Él, tanto el mundo como el hombre, halla su expresión ya en la primera página de la Sagrada Escritura, aun cuando su plena explicación sólo se tiene en el sucesivo desarrollo de la Revelación. El relato comienza con las palabras: Al principio creó Dios los cielos y la tierra, es decir, todo el mundo visible, pero luego, en la descripción de cada uno de los días vuelve siempre la expresión: Dijo Dios: Hágase..., o una expresión análoga. Por la fuerza de esta palabra del Creador: fiat, hágase, va surgiendo gradualmente el mundo visible: la tierra al principio es confusa y vacía (caos); luego, bajo la acción de la palabra creadora de Dios, se hace idónea para la vida y se llena de seres vivientes, las plantas, los animales, en medio de los cuales, al final, Dios crea al hombre a su imagen.
La liturgia continúa en este tiempo previo a Navidad, poniendo el ejemplo de Juan Bautista, aquél que se definió como la voz algo provisional del Logos, de la Palabra eterna. Juan era la voz, Cristo es la Palabra. La humildad de Juan queda perfectamente reflejada con esa afirmación. Sin la palabra, ¿qué es la voz? Si no hay concepto, la voz no pasa de ser más que un ruido vacío. Si no hay un concepto que llene de sentido la esencia de la palabra, la voz llega al oído pero nada dice al alma, al corazón.
Cuando tenemos algo que decir ya está la palabra presente en nuestra alma pero, si quiero trasmitirlo a alguien hemos de buscar el modo de hacer llegar al alma del otro lo que ya está en el nuestro. Es entonces cuando echamos mano de la voz y, mediante ella, hablamos y el sonido de la voz hace llegar hasta los demás el concepto que envuelve la palabra. Hecho esto el sonido desaparece, pero la palabra que el sonido transportó está ya dentro del alma de quien nos escuchó sin haber abandonado el nuestro.
Cuando la palabra ha pasado, ¿verdad que parece que es el mismo sonido el que está diciendo: Ella tiene que crecer y yo tengo que menguar? El sonido de la voz se dejó sentir para cumplir su tarea y desapareció, como si dijera: Esta alegría mía está colmada. En este tiempo de Navidad hay que guardar la palabra en el corazón y no perderla. ¡Qué bien cumplió Juan su misión con fortaleza y desapareciendo después! Precisamente porque resulta difícil distinguir la palabra de la voz, tomaron a Juan por el Mesías. La voz fue confundida con la palabra: pero la voz no engaña, no quiere ser confundida con la palabra. Juan respondió: No soy el Mesías, ni Elías, ni el Profeta [2].
Por eso cuando le preguntan: ¿Quién eres? responde: Yo soy la voz que grita en el desierto: ¡Allanad el camino del Señor!. La voz que grita en el desierto, la voz que rompe el silencio. Allanad el camino del Señor. Es como si dijera: Yo resueno para introducir la palabra en el corazón; pero ésta no se dignará venir a donde yo trato de introducirla, si no le allanáis el camino.
La liturgia de estos días avanza más, se acerca hasta Zacarías, Isabel y, sobre todo, María. El anuncio del Ángel de parte de Dios hace enmudecer al Cielo. Todo el Cielo y el mundo espera la respuesta de María. Oyó la Virgen, que concebiría y daría a luz a un hijo; conoció que no sería por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. El ángel aguarda su respuesta, porque ya es tiempo de que vuelva al Señor que lo envió. Se pone entre sus manos el precio de nuestra salvación. Seremos librados si consiente. Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y a pesar de eso morimos; mas por la breve respuesta de María ahora podríamos ser llamados de nuevo a la vida.
La Iglesia también parece urgir a María que dé pronto su respuesta. Y María lo hace, responde al Señor por medio de una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia su palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en su seno a la Palabra eterna. Su humildad se revista de audacia, y su modestia de confianza. De ningún modo conviene que su sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia. María es Virgen prudente, sin asomo de presunción y aunque es buena la modestia en el silencio, nos era más necesaria la piedad de sus afirmativas palabras. Aquí está dice la Virgen la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra [3].
Los ángeles que nos superan en naturaleza ahora nos envidian. Antes del nacimiento de nuestro Redentor, escribe San Gregorio Magno, nosotros habíamos perdido la amistad de los ángeles. La culpa original y nuestros pecados cotidianos nos habían alejado de su luminosa pureza,... Pero desde el momento en que nosotros hemos reconocido a nuestro Rey, los ángeles nos han reconocido como conciudadanos.
Y como el Rey de los cielos ha querido tomar nuestra carne terrena, los ángeles ya nos se alejan de nuestra miseria. No se atreven a considerar inferior a la suya esta naturaleza que adoran, viéndola ensalzada, por encima de ellos, en la persona del rey del cielo; y no tienen ya inconveniente en considerar al hombre como un compañero [4].
Querría terminar estas consideraciones sobre la Navidad con unos versos de Antonio Murcianos (1927). Dicen así:
Era en Belén y era Noche buena la noche.
Apenas ni la puerta crujió cuando entrara.
Era una mujer seca, harapienta y oscura
con la frente de arrugas y la espalda curvada.
Venía sucia de barro, de polvo de caminos.
La iluminó la luna y no tenía sombra.
Tembló María al verla; la mula no, ni el buey,
rumiando paja y heno como si tal cosa.
Tenía los cabellos largos color ceniza,
color de mucho tiempo, color de viento antiguo;
en sus ojos se abría la primera mirada
y cada paso era tan lento como un siglo.
Temió María al verla acercarse a la cuna.
En sus manos de tierra, ¡oh Dios!, ¿qué llevaría?...
Se dobló sobre el Niño, lloró infinitamente
y le ofreció la cosa que llevaba escondida.
La Virgen, asombrada, la vio al fin levantarse.
¡Era una mujer muy bella, esbelta y luminosa!
El Niño la miraba. También la mula. El buey
mirábala y rumiaba igual que si tal cosa.
Era en Belén y era Noche buena la noche.
Apenas ni la puerta crujió cuando se iba.
María al conocerla gritó y la llamó ¡Madre!
Eva miró a la Virgen y la llamó ¡Bendita!
¡Qué clamor, qué alborozo por la piedra y la estrella!
Afuera aún era pura, dura la nieve y fría.
Dentro, al fin, Dios dormido, sonreía teniendo
entre sus dedos niños la manzana.
Pedro Beteta López. Doctor en Teología y en Bioquímica
Notas al pie:
[1] Cfr. Juan PabloII, Audiencia general, 8-I-1986
[2] Cfr. Sermones de San Agustín, 293, 3.
[3] Cfr. Homilía de San Bernardo, 4, 8-9.
[4] San Gregorio Magno, In Evangelia homiliae, 8, 2.
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